miércoles, 6 de junio de 2018

Para analizar el Mundial 78 resulta insuficiente emparentarlo con el Proceso, las incidencias futbolistas, las cuestiones políticas, el sufrimiento de los perseguidos, el fenómeno social y el contexto cultural se entrecruzan permanentemente en un juego de equilibrios, concordancias y contradicciones, alegrías y dolores

78. Historia oral del Mundial ( Sudamericana), reconstruye a través de más de 150 entrevistas, de los testimonios de sus protagonistas y un monumental trabajo de archivo, toma forma un relato en el que se conjugan el recuerdo de la aventura deportiva con la revisión de uno de los momentos más oscuros de la historia de la Argentina.


Su autor, Matías Bauso, explica que 78. Historia oral del Mundial , tiene tres grandes ejes: el contexto político, la historia futbolística y el ciclo (de César Luis) Menotti desde 1974 hasta la final con Holanda, pero también intenta ser un fresco de la vida cotidiana" en tiempos de dictadura, explicó el autor.


Busso marca el significado del Mundial 78 y en su vida y su experiencia personal : "Salvando las enormes distancias, el Gauchito del Mundial 78 siempre fue para mí lo que la magdalena para Proust. Mi infancia, mi hermano dibujando el primer gol de Kempes la mañana antes de la final, la primera vez que vi llorar a mi papá, los abrazos de mi abuelo luego de cada gol, mi mamá abrigándonos antes de los partidos, la primera gran alegría futbolística (una de las pocas: soy de Racing)".


Ya màs grande en edad ( tenìa 7 cuando se jugò el torneo) y màs lecturas, esa imagen mítica y cristalizada comenzó a resquebrajarse. El brillo de aquellas victorias se fue apagando. El contexto en el que se había disputado el torneo se fue imponiendo. La que yo había vivido como una hazaña futbolística quedó opacada por las sospechas y los crímenes. La dictadura y sus atrocidades tomaron toda la narrativa del Mundial. Pero así como es inválida una lectura que prescinda del Proceso, lo mismo sucede con una que subsuma todo a su presencia. La intención de este texto es recuperar esos días de junio, entender la manera en que se vivieron, comprender el modo en que sucedieron los hechos, qué sentían y pensaban los protagonistas, políticos y público en general, analizando la mayoría de los factores posibles.


Este libro nació siendo algo que pronto dejó de ser: una historia oral de los campeones del mundo del 78. Apenas me sumergí en la historia, se impuso una obviedad. Es imposible contar el Mundial solo desde su aspecto futbolístico. El contexto político y el intentar realizar un fresco de la sociedad de esos días conforman un entramado indisoluble con el hecho deportivo. Conviven de esta manera la decisión de la Junta de continuar con la organización, la situación de los detenidos-desaparecidos, los intentos por desplazar a Menotti, la dificultad para comprar las entradas, las Madres de Plaza de Mayo, la convocatoria de Alonso, el nacionalismo rampante, los partidos en pantalla gigante y a color, los goles de Kempes, el frío y la erradicación de las villas. Estos elementos se entremezclan y brindan una visión tridimensional de ese tiempo.


Sorprende que todavía no hubieran tenido su estudio profundo algunos de los aspectos que se pretenden contar. Dos de ellos son la historia de ese equipo desde la asunción de Menotti hasta la final con Holanda, de cómo el técnico forjó ese plantel y de las luchas que debió afrontar para configurar la estructura de la Selección moderna; el otro, la historia de la organización de un campeonato que desde su designación pasó por las manos de siete gobiernos distintos, varias comisiones organizadoras, postergaciones, incertidumbre y múltiples confirmaciones.

En los recuerdos, en las rememoraciones actuales el hecho deportivo y el fenómeno social están atravesados por el contexto político. Siempre, el Mundial fue un estado de excepción. Los de junio del 78 no fueron los días habituales de la dictadura. Se siguió viviendo bajo las mismas reglas generales (estado de sitio, restricciones a las libertades, censura, temor, similar ritmo de desapariciones que los meses previos), pero esos veinticinco días no se parecieron en nada a los casi tres mil restantes.


Se hace imposible explicar el Mundial sin la dictadura pero, también está claro, que es imposible explicarlo solo desde la dictadura.

Un dato suele pasar inadvertido. La sede fue otorgada al país a mediados de la década de 1960. Luego de México 70 comenzaron los movimientos para organizarlo, pero hasta 1975 no superaron la categoría de intentos. Sin embargo, todos los gobiernos desde 1966 en adelante mostraron interés en recibir el campeonato y procuraron obtener una ventaja de cada movimiento realizado. Por una cuestión coyuntural, el gobierno de Isabel Perón fue el que puso en marcha (luego de dilaciones prolongadas y variados ardides) las primeras obras. El torneo cayó en manos de José López Rega, que puso a Pedro Eladio Vázquez, secretario de Deportes que respondía directamente a él, a cargo de la organización. Cada movimiento del gobierno peronista con relación al Mundial, aún los menos fructíferos —que fueron la mayoría—, estuvo dirigido a mejorar su posición frente a la opinión pública. Muchas veces recurriendo a las mentiras, asegurando que se había obtenido aval de la FIFA o que las obras estaban en un estado más avanzado del que en realidad se encontraban. Se modificó el logo diseñado en 1973 por el que finalmente se utilizó (al que en un juego de matrioshkas que parecía infinito el gobierno militar también trató de modificar), que remedaba los dos brazos en alto de Perón sosteniendo una pelota. El Mundial peronista remitía a la Argentina Potencia pero, como se disponía de poco efectivo y organización, todo era precario y provisorio.


El esquema se repetía, casi como en loop. Se designaba una comisión organizadora local, visitas del Comité Ejecutivo de FIFA, promesas de funcionarios argentinos, las obras que no empezaban nunca, anuncio de nuevas licitaciones, se prescindía del Comité Organizador, se designaba uno nuevo, otra visita de FIFA, más promesas de funcionarios argentinos, alguna maqueta, ninguna obra, reunión de la FIFA en algún lugar exótico, incertidumbre, reuniones, promesas, una nueva confirmación de la sede.


Los militares recibieron y continuaron con una organización que pasó por siete presidencias anteriores, de Arturo Illia a Isabel Perón. Todas las que estuvieron desde 1970 en adelante declararon el tema como prioritario. Casi nada se hizo hasta fines de 1975. Y muy poco estaba hecho a fines de marzo del 76. El EAM 78 tomó a su cargo la organización, dejando a la AFA en un lugar meramente protocolar, y en tiempo récord puso en marcha y terminó las obras más importantes. Su capacidad logística, debe ser dicho, fue excelente. Cuando muchos observadores extranjeros estaban preocupados por los tiempos escasos, los argentinos sorprendieron y culminaron todos los estadios, el centro de televisión color y mejoraron las telecomunicaciones. El costo de estas obras urgidas fue demencialmente alto. Se gastaron alrededor de 700 millones de dólares de la época. Solo para tener una referencia: cuatro años después, España siendo anfitrión de 24 equipos (ocho más que en el 78) y con 17 estadios en 14 ciudades (solo construyó uno nuevo pero los otros 16 tuvieron importantes remodelaciones) gastó 150 millones de dólares. Esa sola diferencia de dinero utilizado y que nunca haya habido rendición de cuentas de los gastos del EAM 78 hablan de las irregularidades en todo el trabajo de organización e infraestructura.

El Mundial era un innegable anhelo popular que concretaron los militares. Afirmación incómoda pero cierta. Lo que los motivó no fue cumplir un deseo postergado a la población. Los comandantes y el resto de los funcionarios de primera línea respondían que organizar el Mundial era “una decisión política”. La apuesta inicial del Proceso estaba centrada en una impecable organización, en el orden y la buena conducta de los ciudadanos. Proyectar una buena imagen al exterior. Hacía allí se dirigían las machacantes campañas públicas y las alocuciones de los periodistas afines. A pesar del entusiasmo del público y de varios medios de comunicación, no había demasiados esperanzas en el éxito deportivo. Por eso desde los titulares de la prensa y las declaraciones de los comandantes se insistía con el “Argentina ya ganó” desde el mismo instante en que finalizó la ceremonia inaugural. Los antecedentes argentinos en los mundiales anteriores no alimentaban la ilusión. Cuando el campeonato fue avanzando, los triunfos llegaron y las manifestaciones eran cada vez más populosas, los militares ampliaron su ambición y vieron como posible y deseable que Argentina fuera campeón del mundo.


Los mismos que pusieron toda su energía en tratar de aprovechar políticamente el Mundial fueron los que dos décadas antes habían criticado el uso que el peronismo había hecho de los primeros Juegos Panamericanos o que intentaron empañar las trayectorias de glorias olímpicas de la talla de Pascual Pérez o Delfo Cabrera. El manejo demagógico del deporte, a priori, era algo que los militares deseaban evitar. No solo eso, en realidad, querían alejarse de todo lo que pudiera asociarlos al peronismo. Gorilas por definición, orgullosamente gorilas, ante la primera posibilidad —la gran oportunidad— destinaron todos los recursos y energías en la organización del torneo, remedando y hasta superando las prácticas que criticaban.


Esa voluntad por alejarse del gobierno que habían derrocado incluía una aversión a las masas. En un ambiente represivo, que vivía en perpetuo estado de sitio, las manifestaciones no tenían lugar. Solo se juntaba mucha gente en espectáculos deportivos o musicales y con un gran control policial. Los festejos callejeros después de cada partido argentino sorprendieron. Fueron un efecto no calculado que habría causado pavor si hubiera entrado en las prevenciones de los militares. El efecto de esas manifestaciones espontáneas se fue multiplicando. Aun en la derrota con Italia la gente salió a las calles. Luego del partido con Perú y de la final, entre el sesenta y el setenta por ciento de la población salió a celebrar. Las manifestaciones más numerosas de la historia. Ese fenómeno no se dio solo en la capital, en la que las fotos del Obelisco desbordado ilustraban y contagiaban. En cada ciudad y en cada pueblo de la Argentina la gente salió a las calles en esa proporción. En el sur del país, las plazas se poblaron pese a los más de diez grados bajo cero de ese junio helado. Algunos han contado que luego de haber estado meses sin pisar las calles, escondidos, por el temor a ser secuestrados por algún grupo de tareas, salieron por primera vez la noche de los festejos del 6 a 0 frente a Perú.


El Proceso hasta junio del 78 era un régimen totalitario, represivo, que había llevado adelante una matanza clandestina y que gobernaba a masas silenciosas. El Mundial produjo un quiebre. Un elemento más se agregó y ya no salió del menú de la dictadura hasta después de la derrota bélica. Se podría afirmar que se trató del primer hecho fascista del Proceso: masas enfervorizadas en las calles y propaganda política. Esto podría ponerse en tela de juicio al sostener, con fundamento, que esas manifestaciones no expresaban una explícita adhesión al gobierno, sino que eran meras demostraciones festivas futbolísticas. Los elementos que terminan de configurar el hecho fascista son varios pero resaltan principalmente tres: el intento de aprovechamiento de la aparición de las masas movilizadas por el fútbol, el unanimismo y el nacionalismo rampante.


Por un lado, el ambiente de agobio y encierro que se vivía antes de junio del 78 contrasta con las celebraciones multitudinarias con un clima fraternal. Son varios los que sostienen que se trató de una brisa de aire fresco y libertad entre tanto agobio. Por el otro, el consenso absoluto, el unanimismo, la necesidad del pensamiento único, en el que los pocos que se animaban a expresar sus disidencias, las escasas personas que no compartían el entusiasmo, eran denostadas y convertidas en parias.


Es sencillo comprender por qué el Mundial, el que muchos sindican como el mejor momento de la dictadura, fue el peor para los que estaban sufriendo. Fue el momento en el que las esperanzas flaquearon. El tiempo pasaba, las ilusiones por encontrar vivos a los seres queridos se disipaban lenta y dolorosamente, la falta de noticias —el silencio oficial— laceraba, las masas salían a la calle, el gobierno recibía apoyos explícitos y tácitos y se envalentonaba. Las pocas que se animaban a expresar su dolor e indignación y a reclamar por la aparición de los desaparecidos, eran repudiadas por los ciudadanos y tildadas como “locas”.
en un tiempo más desquiciado todavía, llegó el Mundial. La ecuación solo podía tener un resultado: desquicio al cubo.

Las visiones que se centran en “la utilización política” menosprecian la importancia que tiene el fútbol en nuestra sociedad. Los gobiernos utilizan la organización de un evento de esta magnitud para mostrar su país, su obra. Todos intentan usufructuarlo. Eso es inherente a cada Mundial, a cada Juego Olímpico. La atracción del Mundial, ese conjuro que se despliega cada cuatro años, es poderosísima y no es el fruto de la construcción de ningún gobierno. Quienes no se sienten atraídos por el deporte, en ese mes sucumben al magnetismo de la pelota. El 78, entre otras cosas, fue el primer acercamiento masivo en el país de la mujer al fútbol.


Cada instancia del Mundial o cualquier factor que lo bordeó fue terreno propicio para la magnificación. Fue el reino de la hipérbole. Todo era “enorme”, “perfecto”, “inigualable”, “nunca visto”, “lo mejor del mundo”. La mejor fiesta inaugural de la historia, el césped más verde, iluminación incomparable, el mejor público del mundo. El complejo de inferioridad disfrazado de superioridad.


Sobre un importante aspecto del Mundial casi no se ha escrito. De manera llamativa, la primera Selección campeona del mundo no mereció ningún estudio profundo. Nunca se contó la historia de ese equipo. El ciclo de Menotti no tiene quién lo escriba. El aspecto político del Mundial se fagocitó a esos hombres y a ese plan que pergeñó el técnico en 1974 y que sostuvo laboriosamente hasta la final con Holanda.

En alguna oportunidad Norbert Elias describió de este modo a los alemanes de entreguerras: “A la sombra de un pasado prestigioso con un sentimiento de su propio valor que nadie en el mundo parece querer reconocer”. Esa definición hubiera podido aplicarse a la perfección al fútbol argentino de los años sesenta y principios de los setenta. En los analistas e hinchas argentinos (cuando se trata de la Selección, los primeros suelen contener a los segundos) convivían dos sentimientos que en ese caso se complementaban entre sí, se retroalimentaban: la sobreestimación de nuestras capacidades y el victimismo. Se prefería no ver las evidencias y recaer en un notable y extraño complejo de superioridad. Los eternos campeones morales.

Menotti no creía en el pensamiento mágico. Con un discurso que remitía a la tradición del fútbol argentino, que hacía base en ese concepto tan sagrado como indefinible, que era “La Nuestra”, el estilo histórico, algo etéreo, que había conocido su esplendor en la década del cuarenta, con ese discurso que aludía a la tradición, puso en marcha un plan moderno e inédito. Se suele reconocer que Menotti configuró la Selección Nacional moderna. Fue el primero en dejar sentada su importancia, en crear una estructura. Sin embargo, poco se recuerda lo que tuvo que luchar para que así fuera. Las discusiones, las deserciones de los jugadores, el éxodo de varios cracks, las presiones de los grandes, las amenazas de renuncias. Y los medios de comunicación y los directores técnicos que intentaron moverle el piso a lo largo de los cuatro años.

El trabajo de Menotti tiene un mérito extra. Creó esa estructura de la nada, sin modelos demasiado nítidos que emular y sin un apoyo irrestricto. Debió luchar por cada conquista organizativa, ser imaginativo, tomar ideas de diversas fuentes y adaptarlas al complicado medio local. En un país convulsionado, sin tradición en estructuras duraderas, con vaivenes políticos y económicos, con críticas de la prensa y del público, con un pasado carente de sucesos —a pesar de la extraña y larga convicción popular de que éramos los mejores del mundo— y que cargaba con el peso —y la ventaja— de ser local. Menotti debió atacar varios frentes simultáneos. Y los sorteó con éxito: crear los espacios, generar un calendario, armar un equipo, darle roce internacional, preparar físicamente a los jugadores —reducir la histórica brecha física con los europeos— y fortalecerlo anímicamente para sobrellevar las presiones.

La propuesta de un fútbol lírico generó ilusión pero pocas veces apareció en el campo de juego. En el Mundial, Argentina fue un equipo vertiginoso, escasamente menottista. Pero siempre noble, y con una búsqueda abierta del gol. El plantel estaba repleto de cracks. Al menos siete de esos jugadores merecen esa calificación: Fillol, Passarella, Kempes, Alonso, Houseman, Bertoni y Ortiz (en el plantel del 86 no había tantos fuera de serie y los que lo eran, como Borghi y Bochini, jugaron poco; claro que estaba Maradona). Y de jugadores extraordinarios como Valencia, Olguín, Luque, Ardiles, Gallego, Tarantini y varios más.

Se ha olvidado que el camino previo de este equipo no fue sereno. En muchos amistosos el equipo fue despedido con abucheos. En la Serie Internacional del 77 (clave para configurar el modelo competitivo del equipo) varios referentes fueron silbados por todo el estadio mientras la voz del estadio daba a conocer la formación del equipo. Cada triunfo no alcanzaba en sí mismo. Era un paso preparatorio para llegar a la gran cita. Pero cada derrota era un enorme retroceso. Casi como en el boxeo de los cincuenta: no bastaba con ganar, había que lucirse. Muchas veces las críticas arreciaron a pesar de triunfar (o al menos de no perder). Cada derrota hacía peligrar la continuidad de Menotti. Cada derrota conseguía que desde las tapas de diarios y revistas se propusieran jugadores que no estaban en el plantel. Los rumores corrían a gran velocidad. Los posibles sucesores se acicalaban para la foto. Los distintos medios reflejaban los diferentes intereses políticos y gustos futbolísticos.

Era otro tiempo. Los jugadores del exterior casi no eran considerados. La repatriación generaba resquemores y desconfianza. Para evitar eso, Menotti estableció una lista de intransferibles —tomando el modelo de Brasil, que llegó a tener 72 jugadores imposibilitados de ser transferidos al exterior—, medida que hoy sería imposible siquiera de pensar, no solo por cómo se modificó el mercado futbolístico, sino porque conculcaría todos los derechos laborales posibles.

Los jugadores de ese plantel —la mayoría junto con los campeones juveniles del 79 conformaron la Selección hasta 1982— fueron los primeros que dieron cuerpo a una categoría que hoy es usual: el jugador de Selección. Una categoría también creada por Menotti con sus exigencias de competencia permanente, con su búsqueda de jerarquía y el mantener a lo largo del tiempo a los mismos convocados.

Ante el cambio de centuria, el diario La Nación realizó una gran encuesta entre deportistas y especialistas para determinar cuáles habían sido los tres deportistas argentinos más destacados del siglo XX y cuáles los tres hechos deportivos más relevantes. En el primer puesto, con comodidad, quedó la conquista del título mundial de fútbol de 1978. Literalmente, parece un resultado de otro siglo. De repetirse esa encuesta en la actualidad, ese triunfo seguramente no estaría ni siquiera en el podio. Ha caído en el descrédito. La gran sombra de la dictadura tapó la gloria futbolística. En el medio, el partido frente a Perú, las sospechas, las denuncias. Los jugadores no consiguieron el prestigio y el reconocimiento que supusieron. 

Tuvieron que soportar, todos estos años, la falta de reconocimiento, el agravio, las imputaciones, el olvido. Les queda un consuelo nada menor: si hubieran perdido, todo habría sido mucho peor para ellos. Menotti con su alto perfil, sus disputas con el bilardismo —un enemigo posterior al Mundial— y sus opiniones contundentes fue quien siempre estuvo en la primera línea de combate, reclamando reconocimiento para sus jugadores. Tal vez la incomodidad que genera la figura de Menotti sea fruto de su propio accionar. De su discurso articulado y altisonante. De él se esperaban más cosas durante la dictadura a raíz de su declarado comunismo y de su capacidad intelectual. Ocupó un lugar central, privilegiado, usufructuó fama y notoriedad. Entonces, en las malas, cuando cambiaron los humores sociales, el sentido común de la época indicó que era quien debía pagar las culpas o dar mayores explicaciones. Sin embargo, su capacidad y su conocimiento futbolístico nunca fueron puestos en duda. Muchos periodistas que militaron su causa futbolística, que fueron abiertamente menottistas, se alejaron de él luego del 78. Tal vez fuera porque, como decía Elias Canetti, “el que tiene éxito ya solo escucha ovaciones, para lo demás es sordo”. Menotti encierra varias paradojas. Nombrado en democracia, quedó consignado como el “director técnico del Proceso”. En un país clausurado, en el que dominaban la represión y la censura, él trabajó con libertad. Sin embargo, es difícil encontrar declaraciones suyas de la época de la dictadura, sobre todo en los primeros años, que impliquen un aval al régimen. Se podría afirmar algo más. Siendo un personaje de altísima exposición, dejaba filtrar algunas verdades incómodas.


Los principales postulados sobre el Mundial 78 están fosilizados. Cada vez que algún intelectual, periodista o político se refiere al tema, lo hace con alguna de las frases que integran el blindado catálogo de lugares comunes con que se habla en la discusión pública del campeonato. Los análisis son impermeables a nuevos puntos de vista, a evidencia novedosa u olvidada. Es labor del investigador afrontar su tema con sinceridad, con curiosidad y sin prejuicios. El Mundial 78 impone una especie de trabajo arqueológico, un desafío. Se trata de una época distinta con costumbres diferentes pero no tanto. Esa similitudes dificultan el trabajo; la tentación es asociarlos y trasladar las visiones actuales a ese pasado. Esas pequeñas diferencias son las que alteran el equilibrio, las que permiten comprender algunas situaciones. Para conseguir entender lo que sucedió, hay que evitar los anacronismos, las analogías fáciles: suelen tranquilizar pero pocas veces dicen la verdad sobre el pasado.

Es imprescindible rescatar, encontrar las voces disonantes, los momentos agrios, las muertes, los asesinatos, las desapariciones y dolor. Pero no se puede reducir todo a eso. El clima general era otro. No sería concordante con lo que sucedió. Ni tampoco con la naturaleza del fútbol, que es popular, impactante, seductor, arbitrario e inesperado. Si bien es un lugar común, no deja de ser cierto: todo puede suceder en el fútbol. Cinco centímetros, a veces menos, hacen la diferencia. Escriben la historia. Y si no, que se lo digan a Rensenbrink, el protagonista del contrafáctico de nuestra historia moderna. La gran ucronía argentina: ¿qué hubiera pasado si esa última pelota hubiera entrado?.



Procuré ir tras testimonios, artículos y documentos que ampliaran la visión, que ayudaran a entender más sobre la cuestión. No quedar bajo ningún sesgo. De este modo se encuentran voces complementarias, contradictorias, adversas. También las que titubean, las que dudan. Una aclaración metodológica: a veces el tono de esas voces no es demasiado diferente entre sí; por exigencia de la claridad en la transcripción se empatan los registros. Lo que subsiste son los diferentes discursos, los conceptos divergentes, las experiencias disímiles.

En caso de ser leído, este libro está destinado más a ser discutido que a provocar adhesión total e inmediata. Eso es lo que se necesita tras años de pensamiento unívoco y poco tolerante.

Es un esfuerzo por comprender ese tiempo. Para ello es imprescindible entrar en la lógica de los que vivían en esa época. Así, estamos obligados a vislumbrar cuáles eran las opciones que tenían, pero principalmente cuáles eran las alternativas que veían.

Este trabajo no tiene la pretensión —o la ilusión— de lo definitivo. Es una pesquisa que intenta plantear cuál es el estado de situación en la actualidad, de explorar nuevos caminos y nuevas discusiones. Pretende abrir la conversación, favorecer a la comprensión de una época.

Se ha escrito poco sobre el Mundial. Los años setenta como categoría editorial han sido la más prolífica dentro de la no-ficción en las últimas dos décadas. Historias oficiales y revisionistas sobre cada aspecto, suceso y personaje de esa época. Pero el Mundial 78 quedó misteriosamente relegado. Como contracara, lo poco que se publicó sobre el tema es muy interesante. El terror y la gloria, de Vitagliano-Gilbert; La vergüenza de todos, de Pablo Llonto; Fuimos campeones, de Ricardo Gotta; un volumen de la colección que surgió del programa televisivo Yo fui testigo; los artículos que fue escribiendo Pablo Alabarces desde Fútbol y Patria en adelante y las investigaciones de Ezequiel Fernández Moores desde hace más de treinta y cinco años, el primero que investigó sobre el tema. Todos comparten una virtud: la nobleza. Son lúcidos y sinceros. Parten de lugares diferentes y analizan distintos matices del Mundial. Este libro, con gratitud hacia esas investigaciones que se animaron a pensar con honestidad y sin preconceptos, dialoga también con ellos, a veces asintiendo y otras contradiciendo lo escrito allí.

El Mundial como estigma. Como lo disfrutamos tanto, como se festejó de una manera desmesurada, ahora lo criticamos con furia, denostamos a los que participaron, negamos haber festejado. El Mundial como aberración. Nuestra sociedad no sabe de términos medios. Es una época en la que los prejuicios le ganan a la verdad histórica. Para muchos se trató del clímax del Proceso, y bajo ese prisma debe juzgárselo. Otros, en cambio, creen que fue el único momento de felicidad, un breve interregno de veinticinco días, en ocho años —del 74 al 82— de dolor, sangre, oscuridad y muerte.

El Mundial pasó de ser considerado la cumbre de nuestra historia futbolística a ser uno de los eventos infamantes de nuestra historia contemporánea. El recuerdo está mediado no solo por la distancia sino por la mirada que el presente tiene sobre los setenta. El tema genera incomodidad en sus protagonistas y testigos (¿el público fue protagonista de esta historia o mero testigo?). Al ser consultados, lo primero que surge es el aspecto político, posicionarse frente a la dictadura. Excusarse, el “yo no sabía nada”. Luego, lo demás. El otro movimiento frecuente es que el entrevistado tergiverse su propia actuación en ese tiempo, para mostrarse como un resistente, como alguien que se opuso a la dictadura con callada persistencia. Forzar un heroísmo inexistente, generado retrospectivamente. Hay varios ejemplos que lo grafican: la reciente y absurda historia del mozo que supuestamente “escondió” un mensaje en la pintura de la base de los postes, Tarantini saludando a Videla en el vestuario o la enorme dificultad que existe en encontrar a alguien que reconozca que salió a la calle a festejar los triunfos. Guillermo O’Donnell entrevistó a varias personas en 1978. Luego repitió las entrevistas en 1984. Las mismas personas, seis años más tarde, dieron respuestas totalmente diferentes: “Hemos reescrito las memorias individuales. Da mucha culpa la manera en que se actuó”, dijo O’Donnell. Tres décadas después, esa operación de reinvención del pasado se multiplicó.

En los últimos tiempos, cuando algún tema incomoda, se dice que es “complejo”. Con ese término se concluye la discusión, no hay argumentación. Paradójicamente, cuando se quiere sentar posición (en la discusión pública) se simplifican las cuestiones, aun a riesgo de resignar verdad histórica. A aquellos temas que se desean usufructuar se les retacean los detalles incómodos, los hechos contradictorios.

Se suelen mezclar los hechos del 78 con otros ocurridos en los años posteriores, en especial en 1979 (Ernestina Herrera de Noble en el palco del partido contra Resto del Mundo, Grondona, “Los argentinos somos derechos y humanos”, la burda manipulación de los festejos del Mundial Juvenil para opacar la larga fila de denunciantes ante la CIDH). Pero la situación, a pesar de haber transcurrido solo un año, es muy diferente. El Mundial 78 produjo un quiebre. Hasta ese momento, el fútbol era mirado con recelo. No era prestigioso, estaba relegado a las páginas de deportes. El fenómeno del 78 ocasionó que muchos percibieran el poder que tenía el fútbol como vehículo para transmitir un mensaje. Sin embargo, la gran diferencia es que en ningún otro caso se logró el mismo efecto dado que una explosión de esa naturaleza es imposible de reproducir artificialmente.

Emparentar al Mundial solo con el Proceso, extirpándole sus otros componentes, podría haber traído aparejado algún beneficio colateral. Hay quienes sostienen que el conocer la historia tiene efectos pedagógicos, que impide repetirla. Daría la impresión de que no sirvió como aprendizaje. Cada uno que tuvo que utilizar un hecho deportivo en su beneficio en las décadas siguientes, lo hizo sin ponerse colorado y destinando ingentes fondos públicos al efecto. Los gobiernos que vinieron después no dudaron en intentar valerse del fútbol para sus fines propagandísticos (la excepción sería Alfonsín y su elegante conducta en los festejos del Mundial 86). Aún está por verse qué beneficios consigue un gobierno con este tipo de conductas de dudosa eficacia.

Resulta insuficiente analizar alguna de las facetas de esos días de junio prescindiendo de las demás. Conforman un entramado. Las incidencias futbolísticas, las cuestiones políticas, el sufrimiento de los perseguidos, el fenómeno social y el contexto cultural se entrecruzan permanentemente. En ese juego de equilibrios, de concordancias y de contradicciones, de alegrías y dolores, de vida cotidiana y excepcionalidad —todo esto podía darse simultáneamente—, está la verdadera naturaleza del Mundial.

Fuente: : Bauso, M. "78, Historia oral del Mundial", 2018, Sudamericana, Buenos Aires, Argentina

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