sábado, 30 de diciembre de 2017

El amor de Alberto Migré, exportó identidad, sentó las bases de una industria de los sentimientos que se volvió global

Lo llamaron "el señor éxito", "el padre de la lágrima" y "el autor del amor". Escribió más de 700 títulos sin más colaboradores que su máquina Remington. Sus telenovelas fueron una verdadera factoría de galanes, parejas románticas y canciones inolvidables. Durante cuatro décadas tuvo en sus manos las emociones domésticas de las tardes y las noches. Con Rolando Rivas taxista, la ficción más recordada de la televisión argentina, conquistó al público masculino y marcó un nuevo estándar en el modo de producir y mirar tv. Se atrevió a plantear un final infeliz en Piel Naranja en vísperas de la dictadura de 1976 e impuso una palabra guaraní -"rojaiju"- en el lenguaje amoroso de los años 70'. Ultimo representante de la telenovela de autor, Alberto Migré sentó las bases de una industria de los sentimientos que se volvió global.

En Migré, maestro de las telenovelas que revolucionó la educación sentimental de un país (Sudamericana), Liliana Viola, construye una biografía a la medida de su personaje donde cada secreto revelado abre las puertas de un secreto mayor. Actores y actrices, directores, admiradores y amigos íntimos aportan testimonios desopilantes y conmovedores para el retrato del hombre que patentó un modo de amar alternativo a la vida real y supo denunciar como ninguno la influencia nefasta del machismo en las relaciones humanas y el factor melodrama en los rencores que signan la política argentina.
A comienzos de los 70 llegó a “Rey Midas de la Televisión” porque lo que tocaba se volvía pico de rating. De un actor de reparto hizo un galán. De dos, la pareja del año. De Chopin, un hit para tararear pensando en alguien. Cuando sus personajes leyeron en voz alta poemas de Pablo Neruda, fragmentos de El Principito o los versos de una completa desconocida llamada Julia Prilutzky Farny, las librerías agotaron ejemplares en menos de una semana y las editoriales salvaron la liquidación de un año entero. Instaló un latiguillo para fanfarronear en familia —“mamita sabe”— e impuso una palabra guaraní en el vocabulario argentino del flirteo: en 1975, el año de Piel naranja, los amantes se declaraban o jugaban a declararse, diciéndose Rojaijú.

El fenómeno no se agotó aquel año. Medio siglo después, la pregunta por Alberto Migré sigue provocando una respuesta idéntica incluso entre quienes no lo miraban: “Rolando Rivas. ¡Taxista! paraba el país”. Síntesis de lo que fue un flechazo histórico pero también de un país que “se paraba” en sentidos opuestos según quién lo estuviera juzgando. ¿Se levantaba o se paralizaba la Argentina? A pocos meses del regreso de Perón desde el exilio y cuatro años antes del 24 marzo de 1976, Rolando Rivas fue la representación de una tregua social que duró lo que dura un capítulo, celebración y fracaso de una boda entre contrarios —hombres y mujeres incluidos— que por una vez en la vida miraron juntos la novela.

Hoy, como parte del curso para obtener la licencia en el sindicato de taxistas de Buenos Aires, transmiten escenas de la telenovela, “para que sepamos qué nos puede deparar la calle”, arriesgan los principiantes. “Para ver si levantamos la mística del oficio”, reconocen los veteranos.

La protagonista de la tira, Soledad Silveyra, interviene en la polémica sobre la irrupción de la empresa Uber en el mercado tachero con un tweet que se vuelve trending topic: “Perdoname, Rolo, pero me voy con Uber”. Todo el país entiende el chiste y los choferes reaccionan indignados con quien consideran “su novia” desde hace casi cincuenta años. Entonces con un segundo tweet, la actriz actualiza el espíritu caprichoso de su personaje Mónica Helguera Paz y genera un segundo trending topic: “¡No, perdón! ¡Jamás mi Rolo! ¡Siempre con ustedes!”.

Cuanta más gloria alcanzó, más títulos le fueron concedidos: lo nombraron “Fábrica de Engendros”, “El Empalagoso”, “El Amanerado” y “El Insufrible Migré”. Las revistas Satiricón y Humor lo eligieron como un blanco indiscutido, representante de una población devaluada por femenina o afeminada. Ni kitsch, ni camp, ni pop. Para las inteligencias críticas de los 70 Migré siempre fue, sencillamente, cursi. Para el público que lo devoraba, para los actores y actrices que su pluma lanzó a la fama, también. Biógrafos de Victoria Ocampo señalan su excentricidad destacando que no se perdía por nada un capítulo de Rolando Rivas y que, además, lo confesaba en público. Biógrafos de Cristina Kirchner señalan ese mismo fervor como una prueba suficiente de una personalidad básica y falta de inteligencia crítica. El gurú ecuatoriano Jaime Durán Barba reconoce haberle hecho ensayar a su candidato presidencial el beso que su esposa le estampa en momentos clave, y admite que está calcado de los besos de novela.

Cursi es una categoría barrial más que académica, más cercana al insulto que a la descripción, pero a su vez inequívoca en su carácter local: solo se puede ser cursi en castellano y no cualquiera, mucho menos si se lo propone. El español Ramón Gómez de la Serna escribe un ensayo fundamental, Lo cursi, no casualmente durante su exilio en la Argentina y por los mismos años 40 en que el adolescente Alberto Migré se nutre de cursilería escuchando radioteatros junto a su madre en el comedor de la casona de Flores.

Si los argentinos de entonces iban al cine a aprender a ser argentinos, en los 70 se sentarán frente al televisor como ante un espejo que los deforme. Pero habrá que reconocer que cuando Alberto Migré “paraba el país” con sus historias románticas, lo cursi ocupaba un porcentaje mucho más alto en la vida cotidiana que lo que ese mismo público estaba dispuesto a admitir. Entre dos taxis, los pasajeros elegían el que tuviera más fileteados, banderitas y chirimbolos. El amor al vehículo expresado en adornos transmitía una confianza equiparable a la que en el siglo XXI genera la señal de radio iluminada en el techo del vehículo.

¿Y los colectivos? Tenían montado un camarín alrededor del asiento del chofer. Nadie se reía de esa puesta en escena entre el boliche y el burdel que venía con volante nacarado, palanca de cambios decorada como una vedette y un gran espejo tallado con corazones y nombres propios. Las paredes en las casas de clase media se empapelaban con paisajes barilochenses o cataratas. Las adolescentes aprendían a sufrir leyendo los Cuentos para Verónica de Poldy Bird y a descubrir si eran felices o celosas, inseguras o infieles, completando los test de las revistas Vosotras, Nocturno o Para Ti. En los restaurantes, el plato estrella era una versión libre de un clásico americano —Maryland Chicken— al que doña Petrona C. de Gandulfo le había agregado, para darle más lustre, arvejas, crema de choclo, banana frita y morrón. ¿Algo cursi de postre? El Don Pedro, un menjunje que se pretendía sofisticado porque venía en vaso de whisky y mezclaba helado de crema con alcohol nacional. Para beber: vino de mesa Crespi, que con el aviso de los escarpines donde la esposa le anunciaba al marido la llegada de un misterioso invitado, abrió en 1974 todo un rumbo publicitario en modo sentimental. Mientras la mujer tomaba su copita de vino —porque entonces las embarazadas podían beber y fumar con moderación— y el marido tomaba conciencia de que iban a tener su primer bebé, se escuchaba el tema “Pasan cosas lindas” interpretado por Alain Debray, responsable a su vez de las cortinas más recordadas de las más recordadas telenovelas de Migré.

Lo cursi, aun entendido como amenaza al buen gusto y a la razón, transmitía una promesa de ingenuidad, de que esa embriaguez declamatoria entregada a los brazos del poema malo o de las lágrimas en el teléfono, le concediera al mundo cada vez más ajeno, una dimensión humana e íntima. El éxito de Rolando Rivas probablemente resida en esa ilusión de bondad, torpe y heroica, frente a una avanzada moralista que ya desde los tiempos de Onganía venía designando a la fuerza lo correcto, lo normal, el buen gusto y las buenas costumbres.

“¿Acaso el amor no es cursi y cuando no resulta sospechoso?” Migré se defendía en las entrevistas tirando la piedra del amor romántico a sus espectadoras: “¿Sabés qué pasa? Ese amor que la gente busca en las novelas, es imposible de por sí. El secreto del melodrama está en las proporciones. Lo cursi empalaga, pero a medida exacta hace suspirar”.

¿Cómo consiguió la medida exacta? ¿Es acaso esa medida lo que lo vuelve un autor popular?

Toda una zona de la cultura pop argentina lleva su marca y si se mira bien, Alberto Migré está prácticamente en todas las fotos. En el primer Festival Buenos Aires de la Canción (1967) es el molesto integrante del jurado que pelea a muerte por “Quiero llenarme de ti”, tema interpretado por un hasta esa noche desconocido Sandro a punto de ser descartado por “demasiado grasa”. La película La Mary le debe su sopor de barrio a las conversaciones entre Daniel Tinayre y su asesor en las sombras que reaparece en los primeros planos de Leonardo Favio y en su particular casting de actores —Juan José Camero, Rodolfo Bebán y el pequeño Marcelo Marcote—, robados deliberadamente a la telenovela. Manuel Puig lo reivindica cada vez que puede —“tengo el temor de que las formas cultas del arte hayan ejercido una grave represión, y que haya oportunidades fascinantes dentro de las expresiones condenadas y descartadas”— y el director Alberto Ure no solo se nutre de sus actores en una operación similar a la de Favio, dirige él mismo alguna telenovela, sino que es uno de los primeros en alertar sobre una crítica haragana que lo desprecia sin mirar.

El amor de Migré, además, genera divisas y exporta identidad. Mientras la Argentina apostaba a la virilidad del acero con sus automóviles y sus electrodomésticos, una generación pionera de libretistas sentaba las bases de toda la industria del lado débil, tan latina y millonaria como tabú. Según un estudio de la BBC, dos mil millones de personas (un tercio de la población mundial) consumen telenovelas made in Latinoamérica todos los días. Muchos de los países que hoy lideran ese mercado se iniciaron tomando como modelo el savoir-faire argentino. Su título El 0597 está ocupado se considera la primera telenovela colombiana, mientras que la misma historia titulada 2-5499 ocupado, en 1963, inaugura en Brasil el formato de la telenovela diaria y en horario vespertino. Ambas están basadas en un radioteatro de Migré, 0597 da ocupado, la historia de la joven encerrada en un reformatorio que gracias a un desperfecto telefónico conoce a su galán y lo conquista con su voz. Justamente la misma trama que le dará su último gran éxito, Una voz en el teléfono (1991), inmortalizada en la cortina musical de Paz Martínez, que sigue funcionando como señuelo y sinopsis: “Hoy no me llamó,/ qué pasará, por qué esta vez no me llamó./ Estoy pendiente del teléfono y no…/ Esto me empieza a preocupar./ ¿Qué le sucedió?/ Tal vez no pudo escapar de la prisión./ Hay un misterio que le apresa el corazón/ y no la deja respirar.../ Hay una lágrima sobre el teléfono”.

Lo cursi alcanza su apogeo televisivo en la década de 1970 y comienza a declinar en torno de una fecha clave, el 7 de diciembre de 1989, con el debut de Los Simpson, la serie de dibujitos para toda la familia que deja instalada la ironía como método de lectura de la realidad, un nuevo estilo de televisión que perfila a un espectador de sonrisa ladeada y que sin necesidad de haber ido a ninguna parte, siempre está de vuelta. En los años 90 se suma el avance de las productoras independientes, el abandono por parte de los canales de la producción de contenidos, el fin de la telenovela de autor y, paradójicamente, una tendencia en la academia y la crítica hacia la legitimación del género. Fin del reinado Migré, lluvia de reconocimientos tardíos y culposos. Le otorgan dos premios Martín Fierro a la trayectoria repetidos en menos de cinco años, en 2001 lo nombran ciudadano ilustre de la Ciudad de Buenos Aires y en 2004 lo eligen presidente de Argentores. Tercera calamidad: tendencia en baja del amor romántico en la bolsa de expectativas de la vida real. Las telenovelas nacionales giran hacia la parodia —en las sagas de Enrique Torres resurge una Andrea del Boca capaz de reírse de sí misma y con Resistiré (2003) de Gustavo Belatti y Mario Segade, queda demostrado hasta qué punto explotaron los límites en el nuevo pacto con los nuevos espectadores—.

¿Qué queda hoy de la factoría Migré? Una obra monumental que solo puede visitarse con los ojos cerrados. ¡Las telenovelas no se miran dos veces como las series descargables de la web! Fueron concebidas para devorarlas en su horario de emisión, participar de la ceremonia que incluía la posibilidad de perdérselas y la ansiedad por comentarlas al día siguiente. No había videocaseteras. No se podía rebobinar. No había post producción. Las copias de la mayoría de sus tiras se perdieron en alguna catástrofe o, sencillamente, porque los canales grababan programas nuevos encima de las cintas usadas.

Pero de pronto, ante un estímulo inesperado, alguna imagen de aquellas surge brusca y se desvanece en cuanto se intenta recordarla tal cual fue. Este documento público borroso protege a su autor de todo riesgo de canonización y forma una comunidad provisoria cuyos miembros se reconocen en el suspiro: “¡Ay! Cómo me gustó, cuánto sufrí”.

La biografía de Migré corre paralela a cada una de estas versiones individuales. Corre contrarreloj, hasta que no quede nadie, como Soledad Silveyra en la presentación de Pobre diabla, con vestido de fiesta y tacos altos sobre las vías del tren. Como Rolando por las calles de Boedo, primerísimo plano a sus pantalones color manteca, cuando Mónica Helguera Paz le deja sobre la cama una carta de despedida mientras las voces en off le taladran la psiquis con aquello de que “ella pudo dejar de quererte, ella pudo dejar de quererte, ella pudo dejar de quererte”.

Coherente con el género en que nació, como si no hubiera amado, ni traicionado, ni muerto, Migré es un secreto casi perfecto. Dicen que vivió toda su vida como una gran telenovela y que habría dejado un elenco de testigos dispuestos a cumplir con su palabra de llevarse a la tumba lo que saben. Hasta es posible conjeturar, teniendo en cuenta su condición de lector devoto de El retrato de Dorian Gray, que canjeó mojones de existencia con el diablo de su máquina Remington por las cinco tramas —no muchas más— que repite con importantísimas variantes en los setecientos libretos que registró.

“Hay gente que cuenta la vida de los demás. ¿Por qué extremo la toman? Seguramente oyeron de la vida de los demás lo que pudieron oír”. Migré citaba a Marcel Proust en ciertos casos, y en cuanto podía le escapaba a los periodistas “porque hasta el mejor intencionado termina distorsionándolo todo”.

Probablemente así sea: aunque cada hito o respiración estuvieran prolijamente documentados, la biografía será siempre la suma de todo lo que no se pudo oír. Y la vida de Alberto Migré nunca será esto. Porque esto es la búsqueda de un imposible, la caja negra de los años cursis y la memoria de una Argentina íntima que aprendió a besar por TV.

En una de las últimas entrevistas le preguntaron: “Si tuviera que escribir la novela de su vida, ¿por dónde empezaría?” Su respuesta, turba y guía la escritura de este libro: “La empezaría por el principio. Por las cosas que ya no tengo.

Fuente: Viola, L:" Migré, el maestro de las telenovelas que revolucionó la educación sentimental de un país", Sudamericana, 2017, Buenos Aires.
 https://www.megustaleer.com.ar/libro/migre/AR27296/fragmento/



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