En 2011, Hugo Quiroga docente e investigador de la Universidad Nacional de Rosario y de la Universidad Nacional del Litoral, reflexionaba sobre los claros y oscuros de los los 28 años de democracia.
"A modo de conclusión,la democracia interrogada", escribía
Según analizaba :"el fracaso de la dictadura no creó ninguna sensación de vacuidad, y abrió las puertas para pensar a la democracia a largo plazo, con todas sus dificultades y limitaciones.
En efecto, sostenía Quiroga los contenidos de la campaña electoral de Alfonsín, en 1983, despliega otra perspectiva en la sociedad. El discurso ético-político que lo acompañó estuvo basado en dos ejes centrales: la Constitución Nacional y los derechos humanos. El horizonte democrático de 1983 encontró, entonces, dos principios fundacionales: el Preámbulo de la Constitución, que recitaba el candidato militar ante miles de ciudadanos, y la promesa de juzgar la violación de los derechos humanos. Alfonsín había comprendido, mejor que nadie, que los términos de la «contradicción principal» en la Argentina de los años ochenta no eran «liberación o dependencia», sino «democracia o autoritarismo».
En 1983 nacía la época de la «democracia como ilusión», durante el gobierno de Alfonsín, hoy la legitimidad electoral se mantiene viva, pero las ilusiones se han desvanecido. El entusiasmo inicial fue cambiando progresivamente por un realismo razonable, que despierta en la conciencia de gobernantes y gobernados la idea de una democracia como realización humana. La democracia es como la hacemos. Sus arquitectos son los ciudadanos y los dirigentes, de ellos dependen la construcción de un orden más justo
Se obtuvieron logros fundamentales. Se eligieron por el voto popular ocho presidentes constitucionales (Raúl Alfonsín, Carlos Menem en sus dos períodos; Fernando de La Rúa, ; Néstor Kirchner, Cristina Fernández de Kirchner , reelecta en 20111 y Mauricio Macri ).
Las Fuerzas Armadas se subordinaron al poder civil, luego de cuatro insurrecciones que llegaron hasta el final de 1990. Se instaló un sistema de alternancia, como elemento constitutivo de una democracia pluralista. En 1989, por primera vez en nuestra historia política, un gobierno democrático transfirió el poder por vía del sufragio universal a un partido de la oposición. Ello constituye un hito significativo que indica nuestra primera alternancia en elecciones nacionales.
No obstante, el régimen democrático que se instaló en 1983 transita por un complejo y ambiguo proceso que revela, al mismo tiempo, signos favorables de consolidación y rasgos preocupantes de imperfección institucional. Se ha afirmado, por un lado, el principio de legitimidad democrática (el apego mayoritario de los ciudadanos y partidos a las reglas de sucesión pacífica del poder) y, por otro, no se han superado las deficiencias institucionales y las profundas desigualdades sociales que representan serios desafíos para la estabilidad de la democracia. En este tiempo han surgido nuevas demandas en la sociedad y ellas tienen que ver con la búsqueda de igualdad social, con los deseos de seguridad, con la eliminación de la corrupción y con la calidad de las instituciones públicas, especialmente con aquellas que imparten justicia. En estos reclamos se hallan los difíciles pero no imposibles avances que debe promover la democracia.
Como sabemos, la democracia argentina es modesta, y de fuertes contrastes. Una breve enumeración de ellos sirve para ilustrarlos. Se ha consolidado un sistema de votación, la competencia pacífica por el ejercicio del poder; se ha «normalizado» el imperio de la excepcionalidad, el ejecutivo legislando mediante decretos, legislación delegada o veto parcial; las desigualdades sociales se han profundizado; se vacían las instituciones partidarias («estructuras estructurantes» de la sociedad), se desdibuja el rol del parlamento, y la justicia pierde autonomía. Es justo reconocer, sin embargo, los cambios positivos operados en el Congreso a partir del conflicto con el campo, y los fallos de la Corte Suprema y de algunos magistrados, que revelan independencia del poder político.
En definitiva, ¿qué dejó atrás la sociedad argentina y con qué nos quedamos?
En primer lugar, el apoyo a la democracia que renació en 1983 refleja un cambio en la cultura política, tras la desconfianza absoluta hacia los militares como opción de poder. La confianza en las urnas; el valor del voto democrático, que permitió la salida de la crisis y la recuperación de la autoridad presidencial, después de las elecciones de 2003.
La convicción acerca de la defensa de los derechos humanos que otorgó dignidad a la democracia a partir del histórico juicio a las Juntas Militares, porque no sólo se juzgó y condenó a los responsables de la represión ilegal, sino que, simbólicamente, se juzgó a todos los golpes de Estado y al autoritarismo militar, que durante cincuenta años hegemonizaron la política argentina. Con todo, hay que remarcar que las leyes de punto final y obediencia debida del presidente Alfonsín (que limitaron el accionar de la justicia) y el indulto del presidente Menem (que liberó a los procesados de la justicia) significaron un retroceso en el camino abierto por el juicio a las Juntas. No obstante, las demandas éticas y de justicia reclamadas por la sociedad fueron reabiertas por la política de derechos humanos implementada durante el gobierno de Néstor Kirchner. Los asesinos y torturadores fueron nuevamente sentados en el banquillo de los acusados.
En segundo lugar, el decisionismo democrático como práctica de gobierno en épocas de normalidad, se aproxima a una filosofía decisionista del Estado (perfectamente utilizada por la dictadura militar), y se aleja de la lógica del Estado de derecho democrático. ¿El uso y abuso del decisionismo democrático no es, preguntamos, un resabio de una cultura política schmittiana pura? Por otra parte, la baja calidad de la cultura institucional, se agrava con la dislocación de la esfera política operada con la crisis de 2001, como consecuencia de la fragmentación del sistema de partidos, el resquebrajamiento del régimen de representación, y de la dilución de las identidades políticas masivas.
El gran desafío de nuestra democracia republicana ha sido la construcción de un orden estable, legítimo, y la idea de «buen gobierno» como justificación más pertinente. La ausencia de un proyecto estratégico, de largo plazo, es uno de los problemas políticos centrales de la Argentina actual. Ni los oficialismos, ni las oposiciones han sido capaces hasta ahora de desarrollar una cultura política que piense en términos estructurales. En fin, en la idea de buen gobierno, los gobernantes deben atender la inmediatez de los intereses, las situaciones puntuales, pero también deben otorgar sentido al «mundo común», a la estructura del querer «vivir-juntos» en una comunidad, mediante la formulación de proyectos colectivos que vayan más allá de la mera lucha por el poder.
Los cambios en el régimen político calan hondo en la vida política de los argentinos, con sus tendencias inquietantes. La idea de buen gobierno es sinónimo de «Estado bien ordenado». Un Estado bien ordenado remite a la construcción de consensos sociales básicos, a la garantía de seguridad jurídica, al respeto del edificio constitucional, a la instauración de un orden político más razonable y justo, y a la producción de estabilidad política. Un buen gobierno es aquel que hace lo que debe hacer, diseñar e implementar opciones coyunturales y opciones estratégicas.
En fin, la democracia argentina transita por el sendero de los matices, oscilando entre grises claros y grises oscuros, entre resabios, persistencias y transformaciones.
En segundo lugar, el decisionismo democrático como práctica de gobierno en épocas de normalidad, se aproxima a una filosofía decisionista del Estado (perfectamente utilizada por la dictadura militar), y se aleja de la lógica del Estado de derecho democrático. ¿El uso y abuso del decisionismo democrático no es, preguntamos, un resabio de una cultura política schmittiana pura? Por otra parte, la baja calidad de la cultura institucional, se agrava con la dislocación de la esfera política operada con la crisis de 2001, como consecuencia de la fragmentación del sistema de partidos, el resquebrajamiento del régimen de representación, y de la dilución de las identidades políticas masivas.
El gran desafío de nuestra democracia republicana ha sido la construcción de un orden estable, legítimo, y la idea de «buen gobierno» como justificación más pertinente. La ausencia de un proyecto estratégico, de largo plazo, es uno de los problemas políticos centrales de la Argentina actual. Ni los oficialismos, ni las oposiciones han sido capaces hasta ahora de desarrollar una cultura política que piense en términos estructurales. En fin, en la idea de buen gobierno, los gobernantes deben atender la inmediatez de los intereses, las situaciones puntuales, pero también deben otorgar sentido al «mundo común», a la estructura del querer «vivir-juntos» en una comunidad, mediante la formulación de proyectos colectivos que vayan más allá de la mera lucha por el poder.
Los cambios en el régimen político calan hondo en la vida política de los argentinos, con sus tendencias inquietantes. La idea de buen gobierno es sinónimo de «Estado bien ordenado». Un Estado bien ordenado remite a la construcción de consensos sociales básicos, a la garantía de seguridad jurídica, al respeto del edificio constitucional, a la instauración de un orden político más razonable y justo, y a la producción de estabilidad política. Un buen gobierno es aquel que hace lo que debe hacer, diseñar e implementar opciones coyunturales y opciones estratégicas.
En fin, la democracia argentina transita por el sendero de los matices, oscilando entre grises claros y grises oscuros, entre resabios, persistencias y transformaciones.
Estud. - Cent. Estud. Av., Univ. Nac. Córdoba no.25 Córdoba jun. 2011
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