domingo, 6 de diciembre de 2020
A Maradona siempre será mejor recordarlo por esos goles de felicidad popular , antes también que por la imagen dolorosa de los últimos años ( Ezequiel Fernández Moores, 2020)
Ni siquiera muerto Diego Maradona tuvo paz. Se manchó algo más que la pelota. Unos cientos, barras incluidas, para arruinar la despedida multitudinaria, de los miles que fueron a la Plaza para el saludo final, que se apostaron al costado de la Autopista para el cortejo o que siguieron por TV la ceremonia, solo convencidos de que Diego había muerto una vez que vieron ese cajón cubierto por banderas, flores y camisetas. Agravaron el cuadro la organización insólita, la locura colectiva y la represión que alguien deberá explicar. No Diego. Esta vez, seguro, él no tuvo nada que ver. Estaba dentro de un cajón que debió ser removido de urgencia para salvarlo del caos.
La despedida ofreció abrazos conmovedores entre hinchas de Boca y River, pero se precisaba algo más para contener a la multitud. Era algo acaso tan previsible como este final doloroso de Diego. Su muerte fue noticia inesperada el miércoles al mediodía, pero jamás sorprendente. En el primer momento, los canales deportivos que siempre compitieron por decirlo primero demoraron la noticia. Los colegas que eran más cercanos, los que siempre pujaron por las primicias sobre el crack, no sabían cómo decirlo. No querían decirlo. Uno de ellos recibió en su celular la confirmación de un familiar llorando. Tampoco le sirvió. Fueron minutos increíbles. De todos modos, sus caras serias y las medias palabras eran la confirmación. "Murió Diego". Algunos diarios publicaron el obituario de inmediato. Tan previsible que lo tenían preparado desde antes.
Tal vez, Diego estaba muerto el día de su cumpleaños número 60, cuando fue a la cancha de Gimnasia. Aseguran que él mismo pidió ir. Si había que morir que fuera allí. Dentro de una cancha. Caminó como pudo. Al cronista le pidieron que ni siquiera le acercara un micrófono. Duró dos minutos sentado en su puesto de DT. La televisión, que siempre le puso un micrófono hasta dentro de las amígdalas, evitó ese día mostrar la salida. No fue así en los días siguientes, cuando un canal de noticias filmó clandestinamente el traspaso en camilla a la ambulancia en La Plata o cuando un portal puso un drone para mostrarlo dentro de Nordelta. Esa terminó siendo su última imagen vivo. La selfie indigna de la funeraria no cuenta. Si Diego hubiese decidido recuperarse en paz, no se lo hubiésemos permitido. La violencia tiene distintas caras.
Cuando fue el último cumpleaños, y otra vez la televisión repitió su enésima maratón de goles, hazañas y frases, pensé si no había llegado la hora de darle algo de paz al mito. Imposible. Diego no era el único adicto. Era el adicto más famoso. Y sus contradicciones podían ser las de todos. Pero las suyas, claro, eran tapa de diario. Diego era el más amado, pero pedía todavía más amor. Más amor como remedio. Más amor como veneno. Cuesta admitirlo. Cuesta aceptar que el ídolo que dio pura felicidad no lograra él ser feliz. No es el primer caso. Siempre será más fácil hablar de los entornos. Afirmar que "ahora deberán dar explicaciones". Los demonios íntimos y autodestructivos del ídolo, más complejos, suelen tener menos rating.
Reducir el fenómeno Maradona a su condición de futbolista genial, aún al mejor de todos los tiempos, es otra simplificación. Por supuesto que la pelota fue clave. Maradona es el fútbol. Pero no es la única explicación. "Nadie defendió a Nápoles como él", escribió Il Mattino, en una ciudad que también lo despidió ayer "con un aplauso jamás escuchado en la historia" de una ciudad que también lo amó hasta asfixiarlo. "La venganza del mezzogiorno", lo despidió el presidente francés Emmanuel Macron. Su funeral, es cierto, gozó de privilegios inéditos en tiempos de pandemia. Es Maradona. Y el fútbol tampoco fue lo único para explicar el fenómeno porque Fiorito, claro, fue siempre memoria. "Resentimiento con memoria de clase". Hay millones de Fiorito en el mundo. Y Diego, contradictorio, sí, jamás olvidó el origen. Fue coherencia pura.
"Te atravesaba un río Diego", escribió Graciela Cabezón Cámara un texto hermoso en Anfibia. "El río de los artistas grandes, el de los que no se ahorran nada, el de los que se brindan hasta romperse, el de los que pueden crear una fiesta del pueblo porque son el pueblo". Y por eso la fiesta y el delirio. Porque "a los pueblos no nos gusta la austeridad". Escuché estas horas homenajes de gente que, antes de la muerte, expresaban puro desagrado a los modos del crack. Cabezón Cámara agradece en cambio al "cebollita que venció a la gravedad". Al astronauta del pueblo que fue de Fiorito a la Luna. O "en manos de Dios", como tituló un diario inglés. Un forista le respondió: "Prefiero creer que está trabajando duro, organizando a los ángeles".
La TV, claro, vuelve a repetir los goles mágicos del artista guerrero. Otros seguirán lucrando con las miserias. Al cadáver de "Panamá" Al Brown, uno de los boxeadores más fabulosos de todos los tiempos, opiómano, homosexual y negro, muerto de tuberculosis en el Harlem en 1951, lo pasearon desconocidos por los bares para seguir ganando unos pesos. Por eso, aunque los repitan hasta el hartazgo, aunque inviten a "la jodida tentación de dormir el sueño de la eterna nostalgia", siempre será mejor recordarlo por esos goles de felicidad popular antes también que por la imagen dolorosa de los últimos años. La de ese último ingreso a la cancha sin poder caminar ni hablar, hinchado por tantos excesos acumulados. "Lástima nadie, maestro", gritaría igual Diego. Pienso en nuestro fútbol castigado. Y en el país difícil. Y en un viejo grafiti de Carlos Gardel en el barrio del Abasto y en el Morocho que pedía "No me lloren, crezcan".
Por: Ezequiel Fernández Moores, La Nación, 27 de Noviembre de 2020
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario