Dueño de una aguda mirada sobre la historia y el presente,
Marcos Aguinis reúne en "Incendio de Ideas"( Sudamericana) un
conjunto de indispensables reflexiones sobre los más diversos temas: del
"ser nacional", el destino latinoamericano y el incendio que devora a
Medio Oriente, a los horrores del nazismo y la esclavitud y los goces de la
creación literaria y artística.
Las ideas pueden compararse con el fuego: así como nos iluminan y encienden la llama de la creación, pueden quemarnos y reducirlo todo a cenizas, señala el autor de la Gesta del Marrano.
A Marcos Aguinis ha hecho de las ideas la materia prima de su fecunda obra. Fragorosas y urgentes en ocasiones, atemporales y con vocación perenne casi siempre, sus reflexiones -que tienen inscripto en su ADN conocimiento profundo del pasado y lúcida voluntad de proyección sobre el futuro- han llevado luz y calor a varias generaciones de lectores. Este libro reúne un conjunto indispensable de sus ideas sobre los más diversos temas: las cualidades menos felices de nuestro "ser nacional", el laberinto en que se encuentra atrapada América latina, los nuevos populismos, el incendio que devora a Medio Oriente, el sello revolucionario de marxismo y psicoanálisis en los siglos XIX y XX, la encarnación del Mal en la esclavitud y el nazismo, la del Bien -por qué no- en la literatura de Borges, Kafka, Dumas y la pintura de Frederic Remington o la música de Camille Saint Saëns. Nada le es ajeno: Aguinis piensa el mundo en que vivimos, piensa la historia; descubre, comparte y se enciende.
Si bien advierte que algunos párrafos parecerán viejos, entienden que servirán para la comprensión de la actualidad , pues testimonian el camino andado. y son parte de la historia. Y la historia es útil cuando los rasgos mundiales se complican, como está sucediendo ahora con huracanada intensidad.
En ese Incendio de ideas, de conflictos e irracionalidades, decide Aguinis recordar a quien apoda " El Gandhi de la política argentina ", a Arturo Illia, a quien las fuerzas Armadas al mando de un general mediocre en todos los sentidos lo derrocó ayudado por corporaciones empresarias y una feroz campaña de prensa que lo denostaba y se burlaba de él comparándolo con una tortuga.
Esta es la lectura de Aguinis sobre Arturo Illia
Hace medio siglo, cuando un matón de las Fuerzas Armadas que ignoraba las instituciones de la democracia —como es el caso de millones de argentinos antes y ahora— irrumpió en la Casa de Gobierno a la cabeza de otros forajidos para expulsar al presidente de la Nación llamado Arturo Illia, éste, con hidalguía ejemplar le reprochó: “Soy el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y usted un vulgar faccioso que usa sus armas y soldados para violar la ley”.
Pusieron fin a uno de los gobiernos más limpios y progresistas del siglo XX. A partir de ese instante la Argentina fue absorbida por un torbellino que la empujó hacia una decadencia que aún nos cuesta remontar.
Arturo Illia nació con el siglo, en 1900, en Pergamino. Se recibió de médico en la Universidad Nacional de Buenos Aires, donde inició su pugilato político mediante un abierto apoyo a la Reforma Universitaria de 1918. Su desempeño suscitó el interés del presidente Hipólito Yrigoyen, quien le recomendó mudarse al pueblo de Cruz del Eje, al noreste de Córdoba, para atender a los miles de obreros que trabajaban en sus talleres ferroviarios.
Para mantenerse actualizado en su desempeño, viajaba a menudo al Hospital Español de la capital de la provincia. Encontraba tiempo para asistir también a reuniones políticas. En pocos años sus pacientes se convirtieron en legión. No se limitaba a recibirlos en su estrecho consultorio o atenderlos en los dispensarios, sino que hacía preparar los remedios en las farmacias (entonces no abundaban los específicos) y los llevaba personalmente a los enfermos que no podían desplazarse. Carecía de auto, de modo que sus viajes se hacían en bicicleta, sobre el lomo de un caballo, en sulky o a pie.
Fue uno de los primeros políticos en denunciar el fascismo de Mussolini y el nacionalsocialismo de Hitler con una claridad que produjo asombro. Su palabra serena, pero bien fundada, comenzó a resonar. En 1938 fue elegido diputado provincial. Fue el año en que se producía un avance nazi desenfrenado, con la anexión de Austria y la criminal Noche de los Cristales Rotos. En Buenos Aires tuvo lugar una ensordecedora manifestación nazi en el Luna Park, con banderas y uniformes partidarios, al tiempo que se celebraba el avasallamiento de todas las instituciones alemanas democráticas de la Argentina. Las expresiones de Arturo Illia contra la mentalidad totalitaria aumentaron su visibilidad y en el año 1940 ganó el cargo de vicegobernador de Córdoba.
El mundo caía bajo la seducción del fascismo. El derrocamiento de Yrigoyen, ocurrido una década antes, seguía fascinando a las mentes antidemocráticas y estimuló a quienes añoraban otro golpe. La Segunda Guerra Mundial estaba aún distante de su fin. Y el 4 de junio de 1943 estalló el golpe de Estado que propiciaba un franco vuelco hacia el fascismo. Illia fue expulsado sin miramientos. El panorama político se tornó insalubre. Una marchita titulada “Cuatro de junio” debía ser cantada hasta en las escuelas, y fue la precursora de la “Marcha Peronista”. Aún recuerdo su letra y ritmo triunfal.
Desilusionado y sin recursos, Illia proyectó regresar a Pergamino. No imaginaba la reacción de la gente, porque de inmediato se expandió una popular colecta para comprarle una vivienda. Muchos años después, cuando la visité —convertida ahora en un museo— abrí el libro con la lista de los contribuyentes. Me emocionó descubrir el nombre de mi padre, que regentaba una modestísima mueblería. También miré con otros ojos su estrecho consultorio, adonde me llevaban cuando niño. Lo vi más pequeño del que atesoraba mi memoria, así como su dormitorio y comedor. Pero estaba la famosa palangana, una suerte de gorra. Allí sus pacientes depositaban los honorarios según les pareciera, y los que no podían pagar se iban con un apretón de manos. Cuando un paciente le informaba que no tenía dinero para comprar la medicina que recetaba, el doctor Illia guiñaba hacia la palangana y decía: “Lleve cuanto necesita”.
Pronto fue elegido diputado nacional. Integró el famoso Grupo de los 44. Eran fieros políticos radicales que hacían frente a los abusos del poder, con riesgo de sus vidas. Recuerdo que a veces íbamos a la estación ferroviaria para recibir a un pariente de Córdoba y encontrábamos a su esposa, que venía a esperarlo. Su trayecto incluía el tramo ida y vuelta Cruz del Eje-Córdoba-Buenos Aires. Ella le confesaba a mi madre sus temores, porque se negaba a proveerse de custodia. Cuando aparecía Illia, además de su maleta, portaba un libro en la mano. Las veces en que coincidí con él en mis traslados a Córdoba, siempre llevaba un libro que leía cuando los demás pasajeros lo dejaban descansar.
Salteo el lapso que tardó en llegar a Presidente de la Nación. El Premio Nobel Luis Federico Leloir, que no se caracterizaba por involucrarse en política, tuvo el coraje de refutar a quienes pretendieron disminuir la herencia de Arturo Illia con estas palabras: “La Argentina tuvo una brevísima Edad de Oro en las artes, la ciencia y la cultura: fue de 1963 a 1966”.
En efecto, la inversión en Educación que realizó su gobierno fue la más elevada de la historia, porque lo llevó del tradicional 12% al 23%. Puso en marcha un dinámico plan de alfabetización que movilizó recursos para todas las edades y clases sociales. Su ambición didáctica hacía recordar los afanes de Sarmiento y Avellaneda.
Conformó un gabinete con figuras brillantes, muchas de las cuales integraron después los equipos de Raúl Alfonsín. Tuvo una esclarecida visión sobre las coordenadas de la política mundial y las aprovechó con un ímpetu que parecía contradecir su espíritu pacífico. Ordenó, incluso contra la opinión de muchos consejeros, que se exportase sin ningún tipo de limitaciones. Uno de los destinos más riesgosos fue China, que arrojó buenos dividendos y no produjo choques con las potencias que preferían seguir manteniéndola aislada. Innovó como ningún otro gobierno argentino en la disputa sobre las islas Malvinas, porque consiguió que Gran Bretaña aceptase negociar su soberanía política mientras avanzaban las buenas relaciones con los isleños. Estos avances fueron demolidos por la patriotera agresión de Galtieri.
Puso en marcha una temeraria Ley de Medicamentos que lo enfrentó a poderosas corporaciones. En contra de lo pronosticado, Illia volvió a triunfar. También consiguió un nuevo Estatuto de los Partidos Políticos y eliminó las proscripciones al peronismo y el comunismo. Promulgó disposiciones contra la violencia racial.
Hizo crecer la economía como nunca antes. Ruego leer con atención los datos siguientes, aunque parezcan aburridos. El PBI, luego de un retroceso en 1963, creció más del 10% en 1964 y otro 9% en 1965. Lo mismo pasó con el Producto Bruto Industrial, que luego de un retroceso en 1963, creció un 19% en 1965. Disminuyó la deuda externa de 3.400 millones de dólares a 2.600. Hizo crecer el ingreso de los trabajadores: sólo entre diciembre de 1963 y diciembre de 1964 aumentó un 9,6%. Bajó la desocupación del 9% en 1963 al 5% en 1966. Gobernó sin estado de sitio, combatió la incipiente y sanguinaria insurgencia guerrillera con la fuerza de la ley. Fue un celoso defensor de la independencia de los poderes y de la libertad de prensa. Promovió el desarrollo de la hidroelectricidad impulsando, entre otros, el proyecto de la represa de Salto Grande.
Los evidentes éxitos de su gestión austera y dinámica eran saboteados con una hostilidad que ahora resulta increíble. Había una intención delirante por sacarlo del poder a cualquier precio, y no se entiende por qué. La prensa mejor pensante no valoraba su lúcida calidad de estadista. Vale la pena recordar que Ramiro de Casasbellas, periodista de Primera Plana que no cesaba de calumniarlo, reconoció tardíamente que “el gobierno de Don Arturo Illia no abusó un milímetro de sus poderes. Al recato de su mando lo denominamos ‘vacío de poder’; al irrestricto cumplimiento de las leyes, ‘formalidad democrática’; a la moderación ‘lentitud’; a la labor silenciosa y certera, sin autobombos ni desplantes, ‘ineficacia’; al repudio de la demagogia, ‘sectarismo’; al ánimo de concordia, ‘falta de autoridad’; y a la severa reivindicación de una doctrina nacional, popular y cristiana, ‘exigencias de comité’. Pero éramos nosotros los sectarios, los que carecíamos de autoridad”.
A veces Arturo Illia salía de la Casa Rosada para tomar un poco de aire, con nostalgia, quizás, de las sierras cordobesas. Evitaba el acompañamiento de los custodios y saludaba a quienes se acercaban. Pero ese gesto de humildad fue descalificado por una imagen que se tornó cotidiana, en la que el Presidente aparecía en la Plaza de Mayo con una paloma sobre su cabeza. Otras escapadas las solía hacer al Teatro Colón, para escuchar música clásica desde un balcón lateral, casi invisible.
En la trágica madrugada del 28 de junio de 1966 la Casa de Gobierno fue invadida por militares que, años después —algunos— manifestarían su arrepentimiento. Arturo Illia se mantuvo en vigilia para enfrentarlos. Su poder estribaba en la legitimidad de su cargo y la ética de su conducta. Los recibió con dignidad cesárea, los descalificó, los retó. Sin miramientos fue sacado a empellones del despacho presidencial. Cuando llegó a la calle detuvo un taxi y se marchó a la casa de su hermano en las afueras de la Capital Federal. Pese a la campaña de desprestigio que intentaba ensuciar su tarea, no pudo encontrarse un solo cargo de corrupción en todo su mandato, ni siquiera en alguno de sus colaboradores.
Renunció a su jubilación de Presidente y, en algunas ocasiones, se puso a trabajar en la panadería de un amigo. Vendió su auto (por fin se había comprado uno) para pagar el tratamiento de su esposa. No abandonó la política, sino que continuó frecuentando a miles de correligionarios que identificaba con nombre y apellido. Como si su trayectoria hubiese sido dibujada con detalles emblemáticos, falleció a comienzos del año 1983, cuando se recuperó la democracia. Su carácter, modestia y jerarquía moral lo convierten en el Mahatma Gandhi de la política argentina.
Las ideas pueden compararse con el fuego: así como nos iluminan y encienden la llama de la creación, pueden quemarnos y reducirlo todo a cenizas, señala el autor de la Gesta del Marrano.
A Marcos Aguinis ha hecho de las ideas la materia prima de su fecunda obra. Fragorosas y urgentes en ocasiones, atemporales y con vocación perenne casi siempre, sus reflexiones -que tienen inscripto en su ADN conocimiento profundo del pasado y lúcida voluntad de proyección sobre el futuro- han llevado luz y calor a varias generaciones de lectores. Este libro reúne un conjunto indispensable de sus ideas sobre los más diversos temas: las cualidades menos felices de nuestro "ser nacional", el laberinto en que se encuentra atrapada América latina, los nuevos populismos, el incendio que devora a Medio Oriente, el sello revolucionario de marxismo y psicoanálisis en los siglos XIX y XX, la encarnación del Mal en la esclavitud y el nazismo, la del Bien -por qué no- en la literatura de Borges, Kafka, Dumas y la pintura de Frederic Remington o la música de Camille Saint Saëns. Nada le es ajeno: Aguinis piensa el mundo en que vivimos, piensa la historia; descubre, comparte y se enciende.
Si bien advierte que algunos párrafos parecerán viejos, entienden que servirán para la comprensión de la actualidad , pues testimonian el camino andado. y son parte de la historia. Y la historia es útil cuando los rasgos mundiales se complican, como está sucediendo ahora con huracanada intensidad.
En ese Incendio de ideas, de conflictos e irracionalidades, decide Aguinis recordar a quien apoda " El Gandhi de la política argentina ", a Arturo Illia, a quien las fuerzas Armadas al mando de un general mediocre en todos los sentidos lo derrocó ayudado por corporaciones empresarias y una feroz campaña de prensa que lo denostaba y se burlaba de él comparándolo con una tortuga.
Esta es la lectura de Aguinis sobre Arturo Illia
Hace medio siglo, cuando un matón de las Fuerzas Armadas que ignoraba las instituciones de la democracia —como es el caso de millones de argentinos antes y ahora— irrumpió en la Casa de Gobierno a la cabeza de otros forajidos para expulsar al presidente de la Nación llamado Arturo Illia, éste, con hidalguía ejemplar le reprochó: “Soy el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y usted un vulgar faccioso que usa sus armas y soldados para violar la ley”.
Pusieron fin a uno de los gobiernos más limpios y progresistas del siglo XX. A partir de ese instante la Argentina fue absorbida por un torbellino que la empujó hacia una decadencia que aún nos cuesta remontar.
Arturo Illia nació con el siglo, en 1900, en Pergamino. Se recibió de médico en la Universidad Nacional de Buenos Aires, donde inició su pugilato político mediante un abierto apoyo a la Reforma Universitaria de 1918. Su desempeño suscitó el interés del presidente Hipólito Yrigoyen, quien le recomendó mudarse al pueblo de Cruz del Eje, al noreste de Córdoba, para atender a los miles de obreros que trabajaban en sus talleres ferroviarios.
Para mantenerse actualizado en su desempeño, viajaba a menudo al Hospital Español de la capital de la provincia. Encontraba tiempo para asistir también a reuniones políticas. En pocos años sus pacientes se convirtieron en legión. No se limitaba a recibirlos en su estrecho consultorio o atenderlos en los dispensarios, sino que hacía preparar los remedios en las farmacias (entonces no abundaban los específicos) y los llevaba personalmente a los enfermos que no podían desplazarse. Carecía de auto, de modo que sus viajes se hacían en bicicleta, sobre el lomo de un caballo, en sulky o a pie.
Fue uno de los primeros políticos en denunciar el fascismo de Mussolini y el nacionalsocialismo de Hitler con una claridad que produjo asombro. Su palabra serena, pero bien fundada, comenzó a resonar. En 1938 fue elegido diputado provincial. Fue el año en que se producía un avance nazi desenfrenado, con la anexión de Austria y la criminal Noche de los Cristales Rotos. En Buenos Aires tuvo lugar una ensordecedora manifestación nazi en el Luna Park, con banderas y uniformes partidarios, al tiempo que se celebraba el avasallamiento de todas las instituciones alemanas democráticas de la Argentina. Las expresiones de Arturo Illia contra la mentalidad totalitaria aumentaron su visibilidad y en el año 1940 ganó el cargo de vicegobernador de Córdoba.
El mundo caía bajo la seducción del fascismo. El derrocamiento de Yrigoyen, ocurrido una década antes, seguía fascinando a las mentes antidemocráticas y estimuló a quienes añoraban otro golpe. La Segunda Guerra Mundial estaba aún distante de su fin. Y el 4 de junio de 1943 estalló el golpe de Estado que propiciaba un franco vuelco hacia el fascismo. Illia fue expulsado sin miramientos. El panorama político se tornó insalubre. Una marchita titulada “Cuatro de junio” debía ser cantada hasta en las escuelas, y fue la precursora de la “Marcha Peronista”. Aún recuerdo su letra y ritmo triunfal.
Desilusionado y sin recursos, Illia proyectó regresar a Pergamino. No imaginaba la reacción de la gente, porque de inmediato se expandió una popular colecta para comprarle una vivienda. Muchos años después, cuando la visité —convertida ahora en un museo— abrí el libro con la lista de los contribuyentes. Me emocionó descubrir el nombre de mi padre, que regentaba una modestísima mueblería. También miré con otros ojos su estrecho consultorio, adonde me llevaban cuando niño. Lo vi más pequeño del que atesoraba mi memoria, así como su dormitorio y comedor. Pero estaba la famosa palangana, una suerte de gorra. Allí sus pacientes depositaban los honorarios según les pareciera, y los que no podían pagar se iban con un apretón de manos. Cuando un paciente le informaba que no tenía dinero para comprar la medicina que recetaba, el doctor Illia guiñaba hacia la palangana y decía: “Lleve cuanto necesita”.
Pronto fue elegido diputado nacional. Integró el famoso Grupo de los 44. Eran fieros políticos radicales que hacían frente a los abusos del poder, con riesgo de sus vidas. Recuerdo que a veces íbamos a la estación ferroviaria para recibir a un pariente de Córdoba y encontrábamos a su esposa, que venía a esperarlo. Su trayecto incluía el tramo ida y vuelta Cruz del Eje-Córdoba-Buenos Aires. Ella le confesaba a mi madre sus temores, porque se negaba a proveerse de custodia. Cuando aparecía Illia, además de su maleta, portaba un libro en la mano. Las veces en que coincidí con él en mis traslados a Córdoba, siempre llevaba un libro que leía cuando los demás pasajeros lo dejaban descansar.
Salteo el lapso que tardó en llegar a Presidente de la Nación. El Premio Nobel Luis Federico Leloir, que no se caracterizaba por involucrarse en política, tuvo el coraje de refutar a quienes pretendieron disminuir la herencia de Arturo Illia con estas palabras: “La Argentina tuvo una brevísima Edad de Oro en las artes, la ciencia y la cultura: fue de 1963 a 1966”.
En efecto, la inversión en Educación que realizó su gobierno fue la más elevada de la historia, porque lo llevó del tradicional 12% al 23%. Puso en marcha un dinámico plan de alfabetización que movilizó recursos para todas las edades y clases sociales. Su ambición didáctica hacía recordar los afanes de Sarmiento y Avellaneda.
Conformó un gabinete con figuras brillantes, muchas de las cuales integraron después los equipos de Raúl Alfonsín. Tuvo una esclarecida visión sobre las coordenadas de la política mundial y las aprovechó con un ímpetu que parecía contradecir su espíritu pacífico. Ordenó, incluso contra la opinión de muchos consejeros, que se exportase sin ningún tipo de limitaciones. Uno de los destinos más riesgosos fue China, que arrojó buenos dividendos y no produjo choques con las potencias que preferían seguir manteniéndola aislada. Innovó como ningún otro gobierno argentino en la disputa sobre las islas Malvinas, porque consiguió que Gran Bretaña aceptase negociar su soberanía política mientras avanzaban las buenas relaciones con los isleños. Estos avances fueron demolidos por la patriotera agresión de Galtieri.
Puso en marcha una temeraria Ley de Medicamentos que lo enfrentó a poderosas corporaciones. En contra de lo pronosticado, Illia volvió a triunfar. También consiguió un nuevo Estatuto de los Partidos Políticos y eliminó las proscripciones al peronismo y el comunismo. Promulgó disposiciones contra la violencia racial.
Hizo crecer la economía como nunca antes. Ruego leer con atención los datos siguientes, aunque parezcan aburridos. El PBI, luego de un retroceso en 1963, creció más del 10% en 1964 y otro 9% en 1965. Lo mismo pasó con el Producto Bruto Industrial, que luego de un retroceso en 1963, creció un 19% en 1965. Disminuyó la deuda externa de 3.400 millones de dólares a 2.600. Hizo crecer el ingreso de los trabajadores: sólo entre diciembre de 1963 y diciembre de 1964 aumentó un 9,6%. Bajó la desocupación del 9% en 1963 al 5% en 1966. Gobernó sin estado de sitio, combatió la incipiente y sanguinaria insurgencia guerrillera con la fuerza de la ley. Fue un celoso defensor de la independencia de los poderes y de la libertad de prensa. Promovió el desarrollo de la hidroelectricidad impulsando, entre otros, el proyecto de la represa de Salto Grande.
Los evidentes éxitos de su gestión austera y dinámica eran saboteados con una hostilidad que ahora resulta increíble. Había una intención delirante por sacarlo del poder a cualquier precio, y no se entiende por qué. La prensa mejor pensante no valoraba su lúcida calidad de estadista. Vale la pena recordar que Ramiro de Casasbellas, periodista de Primera Plana que no cesaba de calumniarlo, reconoció tardíamente que “el gobierno de Don Arturo Illia no abusó un milímetro de sus poderes. Al recato de su mando lo denominamos ‘vacío de poder’; al irrestricto cumplimiento de las leyes, ‘formalidad democrática’; a la moderación ‘lentitud’; a la labor silenciosa y certera, sin autobombos ni desplantes, ‘ineficacia’; al repudio de la demagogia, ‘sectarismo’; al ánimo de concordia, ‘falta de autoridad’; y a la severa reivindicación de una doctrina nacional, popular y cristiana, ‘exigencias de comité’. Pero éramos nosotros los sectarios, los que carecíamos de autoridad”.
A veces Arturo Illia salía de la Casa Rosada para tomar un poco de aire, con nostalgia, quizás, de las sierras cordobesas. Evitaba el acompañamiento de los custodios y saludaba a quienes se acercaban. Pero ese gesto de humildad fue descalificado por una imagen que se tornó cotidiana, en la que el Presidente aparecía en la Plaza de Mayo con una paloma sobre su cabeza. Otras escapadas las solía hacer al Teatro Colón, para escuchar música clásica desde un balcón lateral, casi invisible.
En la trágica madrugada del 28 de junio de 1966 la Casa de Gobierno fue invadida por militares que, años después —algunos— manifestarían su arrepentimiento. Arturo Illia se mantuvo en vigilia para enfrentarlos. Su poder estribaba en la legitimidad de su cargo y la ética de su conducta. Los recibió con dignidad cesárea, los descalificó, los retó. Sin miramientos fue sacado a empellones del despacho presidencial. Cuando llegó a la calle detuvo un taxi y se marchó a la casa de su hermano en las afueras de la Capital Federal. Pese a la campaña de desprestigio que intentaba ensuciar su tarea, no pudo encontrarse un solo cargo de corrupción en todo su mandato, ni siquiera en alguno de sus colaboradores.
Renunció a su jubilación de Presidente y, en algunas ocasiones, se puso a trabajar en la panadería de un amigo. Vendió su auto (por fin se había comprado uno) para pagar el tratamiento de su esposa. No abandonó la política, sino que continuó frecuentando a miles de correligionarios que identificaba con nombre y apellido. Como si su trayectoria hubiese sido dibujada con detalles emblemáticos, falleció a comienzos del año 1983, cuando se recuperó la democracia. Su carácter, modestia y jerarquía moral lo convierten en el Mahatma Gandhi de la política argentina.
Fuente:
Aguinis, Marcos,
Incendio de ideasLo que el siglo XXI tiene para aprender del siglo XX, Sudamericana, Buenos Aires, 2017.
http://www.megustaleer.com.ar/libro/incendio-de-ideas/AR29870
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