sábado, 27 de marzo de 2021

Iom Ha Shoá Ve ha Gbura Día del Holocausto y el Heroísmo” Son recuerdos y padecimientos fuertes, pero me tengo que mostrar fuerte, porque mi final es de vida, no de muerte” (Sara Rus)

Al llegar Iom Ha Shoá Ve ha Gbura el Día del Holocausto y el Heroismo, Sara Rus, sobreviviente de la Shoá, aparece como una voz a tener en cuenta, por un lado por escaparle al nazismo y el segundo porque Daniel, su hijo, fue secuestrado y desaparecido por los militares argentinos ( el comportamiento de los nazis y el Proceso argentino fue similar: campo de concentración, torturas , salvajismo ante hombres y mujeres, mesianismo y no dejar rastro de los muertos.En el caso de los militares fueron tirados al mar, en el caso de los nazis, cremados en hornos). Sara Recuerda que gracias a la Fundación Spielberg rompió su silencio y pudo contar su historia, rompió el frecuente silencio de los sobrevivientes. "Fue cuando vino Spielberg a hacer entrevistas. Los que sobrevivieron no hablaban porque sentían culpa de estar vivos. De que hubieran matado a todas sus familias mientras ellos estaban aquí o pudieron escapar". Sobreviviente del ghetto de Lodz, cuando se construyó, Sara tenía 12 años. Sabía del hitlerismo, porque tenía parientes alemanes judíos que habían tenido que emigrar a Polonia cuando el Führer llegó al poder. "Vivían cerca de nosotros, mi madre les ayudó a instalarse. Desgraciadamente, luego tuvieron que mudarse al ghetto como todos nosotros”. Se organizó en un barrio bastante humilde, seguramente sacaron a los polacos y los mandaron a la ciudad. Los alemanes entraban a las casas a robar, y los agarraban afuera, les cortaban las barbas y las patillas largas, los hacían ponerse de rodillas. No podíamos caminar por las veredas con las estrellas de David y cintos en los brazos, amarillos, sólo por la calle", rememora. Al principio hubo un poco de enseñanza particular a falta de escuelas, pero después ya no, desapareció todo, según Sara. Se armaron fábricas donde todo el mundo tenía que trabajar. "Empezamos a sufrir hambre de manera terrible. Teníamos talonarios para recibir comida a cambio del trabajo. Me tocó una fábrica de sombreritos de niños que se enviaban a Alemania. Tenía 13 años, pero trabajaba doble, para cubrir a mi mamá que estaba muy débil y enferma", relata."Vivíamos apretujados en el ghetto. Cada familia, amontonada en una pieza. Traían gente de las provincias", recuerda. La mayor de las ilusiones de Sara llegó en el peor momento. "Yo siempre quise un hermano. Mi mamá quedó embarazada en el '39, pero el bebé precioso, que nació en el ghetto, murió de desnutrición. El segundo, lo mataron los alemanes. Y ya no hubo más hermanitos", murmura Sara bajando la vista. Admite que "censura" sus recuerdos cuando los transmite. "No cuento tanto porque no quiero hacer sufrir. Venían camiones al ghetto y se llevaban niños del lado de sus padres y a las mujeres que tenían mal aspecto y estaban flacas también. Los alemanes elegían en el patio. Por eso vestíamos a mi mamá con varios abrigos para que aparentara que era más gorda y la pintábamos para que tuviera más color en la cara. Sara fue obligada a subir con sus padres a un convoy de vagones para animales. "Había mucha gente, pero no conocíamos a nadie. Pusieron un balde para que hiciéramos nuestras necesidades, en frente de todos. Después, llegamos a Birkenau, al lado de Auschwitz. No nos tatuaban, porque nuestro destino era la muerte", sentencia Sara. "Yo tenía un anillito de oro que me había regalado un amigo del ghetto. Lo escondí en la boca, pero mi mamá se dio cuenta y me lo hizo escupir. '¡Tiren todo!', era la orden de los alemanes. Tuvimos que dejar todo lo que traíamos y quedarnos solamente con la ropa", describe. La selección de los prisioneros por parte de los nazis separaba a las mujeres sanas y fuertes de las frágiles. Sara quedó de un lado y su madre del otro, y se desesperó. Encaró a un alemán, "un gordo con un rebenque", que le dijo: "¿Cómo te atrevés a acercarte?". Ella, en alemán, le reclamó: "Me quitaste a mi mamá, y yo quiero estar con ella", arriesgándose a ser ella la incluida en la fila de las debilitadas. Pero el hombre se sorprendió de que hablara en su idioma."Toda mi familia lo habla", alegó ella, y así consiguió que le permitieran salvar a su mamá y llevarla a su lado". ¿Cómo era la vida allí? -Muy difícil. Mi madre, que finalmente había tenido un varoncito, no podía trabajar, entonces tuve que salir en su lugar para que pudiera alimentar al bebé. Trabajaba en una fábrica, donde casualmente se confeccionaban sombreros para niños. A aquel que tenía un trabajo le daban un certificado para recibir pan y verduras, todo en porciones muy reducidas. Desgraciadamente, mi hermanito vivió sólo tres meses porque no tenía la alimentación suficiente. La vida en el gueto no fue nada fácil. Los alemanes entraban en los edificios y hacían ´selecciones´ sacaban a las mujeres con los chicos -o los dejaban sin los padres- y los tiraban en camiones. Fue una cosa muy terrible lo que han hecho. Siempre digo que tuve infancia, pero no adolescencia. En medio de tanta crueldad, nació una historia de amor que cambiaría la vida de Sara para siempre. “Mi padre conoció a un joven en el gueto y un domingo lo llevó a casa -recuerda, y ya se le ilumina la cara-. En esa época yo tendría 15 años y él 26, pero lo miraba demasiado. Y me enamoré…”. Ese muchacho apuesto se llamaba Bernardo Rus, quien un día de 1943 le preguntó a la familia de Sara a dónde le gustaría migrar en caso de sobrevivir a la guerra. “Tengo una hermano en Argentina, seguramente vamos a tratar de ir para allá, pero quién sabe en qué año será”, planteó Carola, la madre de ella. Inmediatamente, Bernardo pidió una libretita y anotó una fecha en una de sus páginas: 5/5/1945. “Ese día nos vamos a encontrar en Buenos Aires en el Edificio Kavanagh”, le prometió a Sara, haciendo gala de su romanticismo y sus conocimientos sobre nuestra ciudad, que había adquirido través de la lectura. Pero en 1944 nos tocó a nosotros y fuimos desalojados del gueto, por lo que perdimos contacto con él -evoca-. Prepárense y agarren sus cosas, porque nos vamos a los trenes, nos decían los alemanes”. -¿Sabían a dónde los estaban llevando? -No teníamos idea. Íbamos todos apretados en un mismo vagón, hombres, mujeres y niños, hasta que aparecimos en Birkenau, el campo de concentración que le seguía a Auschwitz y era aún más terrible. Era un campo de exterminio, directamente. -¿Qué recuerda de ese momento? -Nos hicieron bajar a los empujones y nos pusieron en filas. Ahí ya perdimos a mi padre y nunca más lo volvimos a ver. Después también me separaron de mi madre y quedé sola, con personas que no conocía. Para pedir ayuda me acerqué a un soldado alemán de la SS, gordo y con un rebenque, que estaba repartiendo a la gente. “¿Cómo te atreves a ponerte frente a mí?”, me dijo y yo, bastante atrevida, le respondí en alemán: “¡Vos me sacaste a mi mamá!”. Él no podía creer que yo supiera hablar alemán y me preguntó cómo lo hacía. “Es que en mi casa todos hablamos alemán”, le expliqué. “¿Ah, sí? ¿Cuál es tu madre? Andá a buscarla”, me respondió, para mi sorpresa. Finalmente, pude encontrar a mi mamá y la llevé al lado mío. Como te podrás imaginar, fue como una salvación. Mi papá, lamentablemente, nunca apareció ni tuve noticias de él. -¿Cómo siguió la historia? -Nos llevaron a controlar nuestros cuerpos. Primero nos sacaron toda la ropa y quedamos directamente desnudas. Había hombres y mujeres nazis mirando a ver si teníamos algún defecto corporal. A algunas quién sabe a dónde las separaban; eso no lo podíamos ver. A mí me abrieron las trenzas del pelo, que en esa época usaba, y una alemana le dijo a la otra: “¿A ver qué encontramos en su pelo?”. Si veían un piojo significaba mi muerte, pero por suerte no encontraron nada. Me cortaron el pelo muy cortito y a los empujones me llevaron a un lugar todo lleno de vapor, con todas personas peladas y desnudas. Yo no reconocía a mi madre y empecé a gritar por ella. Junto a la entrada del lugar había sentada una mujer pelada y desnuda, a la que le pregunté si la había visto. “¡Soy yo tu mamá!”, me dijo. No la había reconocido… Lloramos y nos abrazamos de la alegría de estar nuevamente juntas. -Increíble. Fue una segunda salvación en tan sólo unas horas. ¿Qué ocurrió luego? -Los alemanes nos sacaron de ese lugar y se hicieron un show con nosotras: tiraban vestidos cortos para las más altas y largos para las más chiquititas, como yo. “Pobres de ustedes si se cambian la ropa”, nos amenazaban. Después nos ubicaron en galpones, que únicamente tenían el piso de cemento y un camino en el medio, donde había una mujer que dirigía cada sector y nos trataba muy mal. Si por las noches apenas le murmuraba a mi madre, ya nos echaba baldazos de agua fría. Nosotras estábamos con un vestidito y nada más debajo. Con el frío que hacía… ¿Cómo hicieron para sobrevivir? -Tuvimos la suerte de salvarnos de las “selecciones”. Cuando nos hacían formar, contaban las primeras filas de personas y sacaban algunas, que desaparecían y nunca volvían. Nosotras siempre preguntábamos qué pasaba con esa gente, a dónde la llevaban, porque no teníamos ni idea. Convivíamos mirando quién estaba y quién desaparecía. Afortunadamente, nos tocó vivir poco tiempo allí, porque fuimos trasladadas a una fábrica de aviones en Alemania, donde trabajábamos como obreras pero ya tratadas más humanamente. A mí me dieron un tapadito con forro y cuellito de piel y a mi madre también la vistieron. Recuerdo que una vez me caí y tuve un terrible accidente. Como no podía estar parada, me llevaron a pelar papas a la cocina y yo me guardaba algunas en el tapado para poder alimentar a mis compañeras. Allí trabajamos unos cuantos meses pero, al igual que en Birkenau, el que no se portaba bien sufría palizas y malos tratos. Tampoco había demasiada comida, todo estaba racionado. Lo que uno podía llegar a guardarse, como un pedacito de pan, te lo robaba otra persona. Cuando uno tiene hambre, hace cualquier cosa. El derrotero de Sara y su madre no terminaría allí: a principios de 1945 fueron trasladadas a Mauthausen, campo de concentración en Austria, donde se encontraron con “un cuadro de situación terrible: “Había un galpón enorme con gente tirada, que ya no sabías si estaba viva o muerta. Ya antes de llegar, durante el camino en el vagón, mi madre no podía caminar ni levantar los pies y creíamos que había muerto. Las alemanas querían separarme de ella para finalmente matarla y yo les dije: Primero a mí y después a ella. En ese momento apareció una persona del ejército para ayudarnos y logré mover a mi madre, que empezó a abrir los ojos. En este campo estuvimos unos días, tiradas en los suelos, con miedo hasta de tomar un poco de agua porque se decía que nos querían envenenar”. Es en este punto de la historia donde el destino mete la cola y ocurre una increíble coincidencia: el 5/5/1945, día en que Bernardo prometió a Sara encontrarse en Buenos Aires, la joven y su madre fueron liberadas de Mauthausen por los soldados norteamericanos. Luego de seis años, la guerra, finalmente, estaba por terminar: “Unos días antes, los alemanes nos habían dicho: Parece que los salvadores se están acercando. ¿Quién quiere venir con nosotros? Te podrás imaginar que nadie se fue con ellos…”. -Cuánto cinismo. ¿Qué imágenes conserva de la llegada de los americanos? -Lloraban todos, desde los grandes oficiales hasta los soldados, por lo triste del escenario. Nosotros estábamos sin fuerzas, prácticamente: ya no podíamos movernos. Ellos empezaron a levantarnos y trajeron hasta instrumentos de radiografía para revisarnos. Decían que, al ponernos al sol, podían ver nuestros huesos. En ese momento, con 17 años, yo pesaba 26 kilos y mi madre 28. Lo más notable fue que ella se repuso antes, mientras que yo no podía caminar ni me entraba la comida. Aunque tuve suerte, porque otros empezaban a comer rápido, se empachaban y morían. Después de la guerra, imagináte… Sara estuvo varios meses con suero y, según dice, pudo “volver a vivir”: “Me empezó a crecer el pelo y de a poco aparentaba ser una jovencita muy bonita. Después mi madre consiguió dos ollas -que todavía conservo- y pude reponerme gracias a la comida que me preparaba. Para colmo, llegó una carta de Bernardo desde Polonia, diciendo que se había enterado de que estábamos vivas. Yo no lo podía creer: pensaba que había muerto”. Finalmente, en el 46, se reencontraron en la ciudad polaca de Katowice, donde él estaba trabajando como investigador: “Fue un momento muy emotivo, como te podrás imaginar: no podíamos ni hablar. Después volvimos a Lodz y nos casamos, pero tuvimos que escapar a Alemania porque querían matar a mi esposo por ser judío. Desgraciadamente seguía habiendo antisemitismo, más aún porque él había recibido un puesto importante de los rusos, que gobernaban Polonia después de la guerra”. Sara conserva las ollas con las que su madre le cocinaba en Mauthausen, campo de concentración en Austria, hace más de 70 años. En 1948 decidieron abandonar el campo de refugiados de Berlín y reflotaron la idea de migrar a la Argentina, donde estaba viviendo un tío de Sara. Pero, como todo en su -corta- vida, la llegada a nuestras pampas tampoco le fue fácil. “Perón no dejaba entrar a los judíos pero sí a los alemanes, con todas su fortunas y objetos robados -recuerda, con un mezcla de bronca e ironía-. Fuimos primero a Paraguay y después cruzamos la frontera hasta llegar a Formosa, pero nos querían mandar de vuelta. Entonces mi esposo, que escribía muy bien, le hizo una carta en polaco a Eva Perón para pedir ayuda. Ella la tradujo y nos respondió: Quédense tranquilos, no tengan miedo: los vamos a dejar entrar. Yo les mando pases para los tres así pueden ingresar legalmente al país”. Así fue como llegaron a Villa Lynch, partido de San Martín, donde vivía parte de la familia de Sara. A los 21 años, la jovencita de Lodz parecía haber alcanzado cierto grado de estabilidad por primera vez en su vida. “Para nosotros era como tocar el cielo con las manos, pero en ese momento estaba deseando un hijo y no venía -grafica-. Consulté a un médico y me dijo que sí iba a poder, pero todavía me faltaba desarrollarme porque había quedado muy débil después de la guerra”. Con la ayuda de vitaminas y medicamentos, Sara cumplió su sueño y el 24 de julio de 1950 dio a luz a Daniel Lázaro. Cinco años después, la familia Rus se completaría con la llegada de la nena, Natalia. -¿Cómo fue la adaptación a nuestro país, habiendo venido de tan lejos? -Hablábamos en nuestro idioma, el idish, que todos los judíos conocen.Mi esposo empezó a leer y a escribir mucho con la ayuda de diccionarios y por suerte agarró la lengua castellana de una manera perfecta. Él se dedicó a la industria textil y yo me enfoqué en cuidar a Daniel, que desde la primaria se destacó como el mejor alumno y compañero. Ya de chiquito estaba enloquecido por la física y las ciencias y en la universidad se recibió de Físico Nuclear. Terminó trabajando en la Comisión Nacional de Energía Atómica, en Constituyentes y General Paz, hasta que el 15 de julio de 1977 fue secuestrado y desaparecido. Un año antes se había casado mi hija y él pudo estar. Bailó con su hermana y conmigo. Sara no puede contener la emoción y se quiebra. Luego suspira y va en busca de unas carilinas para secar las lágrimas. “Son recuerdos fuertes, pero cuando doy charlas y me tengo que mostrar frente a los chicos nunca lloro -aclara-. Mi final es de vida, no de muerte”. Fuente: Lewin. Miriam:” Sara Rus, la madre de Plaza de Mayo que sobrevivió en Auschwitz, Todo Noticias (TN ), Buenos Aires, 23 de Enero 2020, https://tn.com.ar/sociedad/sara-rus-la-madre-de-plaza-de-mayo-que-sobrevivio-en-auschwitz_1028073/

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