La democracia de 1983 fue de una índole completamente distinta, quizá por
el recuerdo cercano de la dictadura militar y sus horrores. El preámbulo de la
Constitución, que la acunó, la colocó en la senda del Estado de derecho. Por
primera vez se afirmó la institucionalidad republicana, sobre la que se
construyó una democracia de ciudadanos, partidos, sufragio competitivo,
representación y debate argumentado. La doctrina de los derechos humanos le dio
un fundamento ético y el juicio a la Junta fue una suerte de Pacto de la
Alianza democrático.
A la vez, la democracia se nos presentó como la panacea, con la que se
comía, se curaba y se aprendía. ¿Habría podido consolidarse esta propuesta
fundacional sin esa dosis de ilusión, de potencia? No lo creo. Solo que, como
ocurre habitualmente, la dura realidad no se modifica solo con democracia. La
vieja Argentina seguía en pie, y a medida que comenzaba a manifestarse, se
desgastaba la ilusión, principal sostén de un gobierno lanzado a una
aventura casi imposible.
Treinta y cinco años después, ¿que queda de aquella democracia?
Medida con la vara de 1983, hoy todo es decepcionante. Después de diez
años de Menem y doce años de los Kirchner, separados por una crisis abismal,
nuestro balance es decepcionante. Los gobiernos evolucionaron hacia el
decisionismo, que fue derrumbando la institucionalidad republicana. Partidos
organizados desde el gobierno invirtieron la lógica democrática y transformaron
las elecciones en procesos de producción estatal del sufragio.
El pluralismo, dejó lugar al unanimismo faccioso,
alentado desde el Estado pero resistido por una buena parte de la sociedad. Los
derechos humanos -maravillosa creación de nuestra sociedad- se convirtieron en
una herramienta más de la política facciosa. Todo eso sucedió en un proceso de
deterioro estatal, gestión calamitosa y una corrupción que superó todo lo
imaginable.
Cuál es el balance de quienes, munidos con las herramientas del saber
histórico, pueden ver un poco más allá de sus experiencias personales
Con una mirada distante y desapasionada, el balance de lo ocurrido entre
1916 y 2016 es mucho menos negativo. Atrás quedaron los ensayos juveniles de la
democracia, y también el largo ciclo de golpes militares, que reiteradamente
interrumpieron procesos con los que la democracia pudo haber sido, quizás. La
virulencia de los factores desestabilizadores se ha atemperado. En
estos treinta y cinco años años las instituciones democráticas han debido
arreglárselas solas, y hasta han explorado la vía del "golpe blando",
ciertamente nefasta pero de consecuencias menos dramáticas que el golpe
militar.
Luego de tres décadas y media, y pese a los desaguisados que tan frescos
tenemos, existe hoy una base para la democracia mucho más consolidada que en
1983. Esto es así sin épica, solo por la habituación al sufragio bianual y a un
funcionamiento institucional normal, a veces más aparente que real, pero nunca
desmentido por una proclama o un Estatuto revolucionario. Y más allá de los
discursos facciosos con que algunos los envuelven, los verdaderos
derechos humanos están celosamente custodiados por una opinión pública
atenta y sensible.
Hay grandes defectos, pero al menos hay acuerdo en una agenda de reformas,
políticas e institucionales. Hay mucho que hacer con el sufragio, con los partidos
y con su financiamiento; se hará cuando haya una mayoría -quizás ocasional- a
la que estas reformas le convengan, como ha ocurrido siempre. También está en
agenda la transparencia institucional, los controles del poder y la posible
corrupción, así como una reforma profunda de la justicia. Todo se hará, paso a
paso, o a veces con un paso atrás y dos adelante.
No están allí las grandes dudas de nuestra democracia, mediocre pero
sólida, sino en su capacidad de recuperar el Estado y reconstruir el instrumento
capaz de traducir las iniciativas de los gobernantes en políticas eficaces y
sostenidas.
Solo así podemos imaginar una solución -Dios sabe en que plazo- para el más
importante problema de nuestra nuestra sociedad: cómo reducir el mundo de la pobreza.
La democracia puede convivir con él un tiempo, pero no indefinidamente.
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